Madrid 4 de Diciembre de 2011
El reloj en mi muñeca marca las 20:35. Para mí, podrían ser tranquilamente las 3 de la madrugada. Hay algo que ya no está presente... Creo que la gente con sus rutinas, con sus ir y venir, marcaban el paso del tiempo. Veías a un hombre caminando por la calle de traje y corbata en plena luz del día e intuías que eran las 8 de la mañana. Si por el contrario observabas a un grupo de personas sonrientes con sus corbatas/camisas desajustadas, podías dar por sentado que eran las 6 de la tarde. La gente hacía el mundo, marcaba sus horarios.
El reloj en mi muñeca marca las 20:35. Para mí, podrían ser tranquilamente las 3 de la madrugada. Hay algo que ya no está presente... Creo que la gente con sus rutinas, con sus ir y venir, marcaban el paso del tiempo. Veías a un hombre caminando por la calle de traje y corbata en plena luz del día e intuías que eran las 8 de la mañana. Si por el contrario observabas a un grupo de personas sonrientes con sus corbatas/camisas desajustadas, podías dar por sentado que eran las 6 de la tarde. La gente hacía el mundo, marcaba sus horarios.
Hoy en día lo hacen ellos; y siempre es la hora de la
cena. El sol está saliendo y ellos están preparados para desgarrarnos la piel y
devorarnos como ganado. El sol está en su punto más alto y ellos exclaman
guturalmente que se les alimente. El sol abandona la escena, y aún siguen allí;
con sus ojos vacíos, sus mandíbulas retractadas, su piel reseca, su
inhumanidad… No, ellos no marcan el tiempo. Ellos son el tiempo.
Mientras escribo ésta entrada, escuchó como alguien es
despedazado por lo que aparentan ser más de diez infectados. Es el sonido de
todas las noches. Algún iluso juzga que la oscuridad jugará en su favor, y no
el de ellos. Se aventura hacia el Madrid muerto en busca de comida y descubre
que la perseverancia de los infectados no distingue entre día y noche.
No puedo decir que me he acostumbrado a tal sonido,
no. Pero trato de aprender de los errores de los demás. Sé que no hay nada que
pueda hacer por esos desafortunados. Pero hay algo que ellos me pueden enseñar:
qué es lo que no debo hacer.
El último grito acaba de escapar de su boca, y ahora
sólo oigo el incesable masticar de las criaturas. El olor putrefacto que se ha
apoderado de la ciudad se ha alojado en mi cerebro, y únicamente me percato de
él cuando sopla el viento. Veo una luz diminuta a lo lejos, a través de la
ventana. No sé si será fuego, luz eléctrica o un avión. Sólo sé que debo ir a
dormir y mañana seguir preparando mi plan para salir a buscar provisiones.
Buenas noches.
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