Madrid 3 de Diciembre de 2011
16:07
Pues he comido mi ración del
día, y me he quedado aun con más hambre. Supongo que leche con
cereales azucarados no se puede considerar “almuerzo”, pero es lo que me puedo
permitir ahora mismo. Extraño el sabor de la comida caliente.
Llevo tres días con este
sistema, pero mi cuerpo y mi lógica -de la cual no me fío mucho- me están dando
indicios de que no podré continuar así por mucho tiempo. Estoy dilatando lo impostergable. Pronto, tendré que salir a buscar provisiones.
Afuera está lloviendo. Yo estoy atrincherado debajo de dos edredones, al mismo tiempo que escribo. Seguiré
volcando palabras en este cuaderno; seguiré buscándole un sentido, una
explicación a toda esta puta locura…
Continuando… Me había
quedado pendiente proseguir el relato de la primera vez que la infección se
presentó en mi rutina. Por
torpeza, desgracia, o lo que sea, no asocié lo acontecido aquel día con el
ataque al presidente del BCE.
Me encontraba en la última
parte del viaje, faltaba apenas una parada cuando el tren se detuvo. Aún no
habíamos llegado a la estación, pero eso ocurría a menudo así que no me
preocupé en el momento. Estaba de pie, apoyado sobre las puertas. De repente,
un movimiento en el rabillo del ojo me llamo la atención. Al parecer, en el
primer vagón había una especie de trifulca. Cuando intenté escrutar la escena,
las luces se extinguieron y los fluorescentes de las señales de emergencia
inundaron el metro. El tren arrancó de nuevo, con lo que a mí me pareció una
velocidad excesiva. En segundos nos encontrábamos en la estación “Pirámides”.
Las puertas se abrieron en un santiamén y una voz anunció por los altavoces del
metro que evacuáramos rápidamente el vehículo. Confundido, salí hacia el andén
donde me encontré, para mi sorpresa, a un grupo de seis militares con armas a
los hombros. Estaban enfrente del vagón que había intentado escrutar momentos
antes. Creo recordar que olía a pólvora. Uno de ellos se metió velozmente en el
segundo vagón, forzando las puertas, y le perdí de vista.
-Por favor, seguidme -vino la voz de un militar que se
encontraba detrás de nosotros, y ninguno había visto.
El hombre nos guio hacia las
escaleras mecánicas y pidió que saliéramos de la estación ordenadamente. Eso
fue todo. No nos dieron ningún otro tipo de explicación. Todos los pasajeros
nos miramos nerviosos unos a otros, hasta que llegamos a la superficie.
Entonces, cada uno continuó su camino; nadie miró atrás.
Recapacitando ahora mismo,
pienso en la cantidad de vidas que se podrían haber salvado, si hubiesen sido
francos con la población desde el inicio. Supongo que habrán tenido sus razones
para actuar como lo hicieron. Sin embargo, no puedo ni comenzar a comprender
cuáles esas razones pueden haber sido.
Una vez hube llegado al
trabajo, conté lo ocurrido a mis compañeros y nadie lo podía creer. Se pasaron
el día diciéndome que estaba de coña y que la próxima vez me inventase una
historia creíble. Y claro, cómo no me iban a decir algo así si en la televisión
no mostraban nada de las actividades militares. Por supuesto, cuando la gente
no hacía más que verles por la calle, no les quedo otra alternativa más que
compartir algo de la información que tenían al respecto.
Aquel día cuando terminé mi
turno, me percaté de que Luis no había venido a trabajar. El acontecimiento de
la mañana había estado todo el tiempo en mi mente, y sólo entonces me di cuenta
de que mi compañero no se había presentado.
-Qué, ¿otra vez enfermo Luís? -pregunté al jefe.
-No, parece que ha decidido no venir a trabajar -me
respondió con preocupación en su voz-. Le he estado llamando todo el día y no
coge el teléfono.
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