Saturday 27 October 2012

POST LXV - En llamas



»-Allí adentró -intercedió una joven que, creo recordar, se llamaba Estefanía- hay familias enteras; hay niños, gente que aún no ha sido infectada -su voz era cada vez mas estridente-. ¿Vamos a permitir que se repita una vez más la historia por culpa de nuestro miedo egoísta? Pues si vosotros tenéis miedo, imaginaros a aquellas personas atrincheradas dentro de sus casas.

Como puedes comprobar, la convicción de su voz me impactó más que su nombre.

-Escuchad a Estefanía -acotó Mario, intentando sonar razonable.

Luego, lo que se dijo o no se dijo jamás llegó a mis oídos. Al observar cómo Eduardo continuaba su camino hacia el bloque 2, no puede evitar seguirle. Era como un fantasma deslizándose por la hierba. De alguna manera, su trance se hizo el mío y caminamos como dos almas en pena, rodeados por la oscuridad hasta llegar a la nefasta empalizada. Desde el grupo nos llamaron a grandes voces pero, al no recibir respuesta, prosiguieron con su plan.

Nosotros habíamos llegado a la, ahora desmoronada, entrada del edificio 2. Las luces provenientes del interior nos bañaban la cara, mientras los gemidos moribundos lo cubrían todo. Los zombies que habían sido atravesados, al notar nuestra presencia comenzaron a gruñir rabiosamente. Aquí y allí había personas que, sin ser una de aquellas abominaciones, habían saltado por la ventana para, al fin, perecer atravesados por un afilado palo de escoba.

Eduardo seguía sin pronunciar palabra, de vez en cuando se sonaba la nariz o se acomodaba el pelo, para luego continuar hipnotizado por el horroroso espectáculo. Transcurrieron unos cuantos minutos así; Eduardo compenetrado en las ruinas y yo mirándole a él y al edificio. Inesperadamente, como si alguien le hubiese disparado una flecha, se puso de rodillas; lo cual enloqueció aun más al infectado que, a escasos metros, luchaba por librarse de la lámpara de pie que lo atravesaba desde su torso hasta la boca.

-No fue tu culpa -hablé al fin, mi voz sonando débil-. Tomaste la decisión correcta, de lo contrario -dije poniéndome de cuclillas junto a él y tomándole de las manos- todos estaríamos muertos.

Eduardo elevó la mirada hasta hacer contacto visual. Su expresión, una semi sonrisa acompañada por unos ojos verdes extenuados, me comunicaron lo infantil que veía mis palabras. Lentamente, separó sus labios, y, cuando se disponía a hablar, un sonido seco de metal contra metal nos puso de pie al instante.

-La lámpara -musitó Eduardo.

Cuando estaba por responder, un ruido aún mayor se apoderó de toda la urbanización. El viento rugió y la brisa maximizó el sonido. Giramos justo cuando una bola de fuego se elevaba en la dirección del bloque 3, seguido por una escalofriante nube de humo negro.


»La criatura había sido, literalmente, partida en dos. Debido a la fuerza ejercida, sus músculos en descomposición cedieron ante su hambre voraz y cayó de bruces contra el techo de un automóvil, para luego rodar y terminar boca arriba en la hierba. Eduardo dio su espalda a la explosión y se arrimó al cadáver. El desdichado estiraba su mano en un fútil intento por asir a su presa. Eduardo puso su zapato entre la nariz y la frente del infectado, y con un movimiento fugaz, hundió la cabeza del muerto hasta el suelo.

-Vamos a ver qué ha pasado -me dijo con tono sombrío, caminando ya hacia el bloque 3.

No comprendía la templanza de aquel hombre; no le comprendía en absoluto. Caminé tras él apesadumbrada, hasta llegar a la piscina. Allí nos esperaba Mario y solamente Mario.

-Ya está hecho -nos dijo respirando forzosamente-. Tenemos que montar la empalizada ahora mismo.

-¿Y el resto? -preguntó Eduardo, mientras las llamas que cubrían el portal del bloque 3 se reflejaban en sus ojos.

-Sólo yo y el chaval hemos sobrevivido -comentó y señaló a donde un coche estaba siendo aparcado-. Vamos, no hay tiempo que perder.

Seguimos a Mario y comenzamos a estacionar coches debajo de las ventanas. Eduardo había aconsejado a todos los vecinos, que dejaran las llaves de sus vehículos en la casilla del portero, indicando sus respectivas matriculas. Del edificio provenían incontables gritos, pero, por alguna razón, nadie abría las ventanas. Me quede durante unos segundos escrutándolas, hasta que Mario detuvo un coche que conducía hacia el portal y, bajando la ventanilla, me dijo:

-No pueden abrirlas, tendrán que romperlas para saltar. ¡Ponte a trabajar!

A día de hoy no comprendo cómo lo sabía. No obstante, si había que romperlas, romperlas hubieron. El fuego que se había originado en el portal, se propagó velozmente por el edificio y comenzó a cobrarse la vida de todos sus ocupantes. Por las ventanas no hacían más que saltar cuerpos en llamas; se sacudían violentamente contra el suelo para luego permanecer quietos, mientras el fuego los asaba lentamente. El olor me llegaba al cerebro y una extraña sensación entre alivio y asco invadía mi cuerpo, a causa de la calidez que expelían los cadáveres.

Deber haber transcurrido una media hora, hasta que las bolas de fuego humanas dejaron de saltar por las ventanas destrozadas. El edificio ardía con furia y tuve miedo que éste fuera una invitación para el resto de infectados.

-Ya es suficiente -dijo Eduardo de repente-, poner empalizadas aquí ya no tiene ningún sentido.

Los tres nos quedamos inmutables allí frente a la estructura ardiente, mientras el joven aparcaba el último coche delante del portal.

-Es difícil respirar -dije tosiendo y sentí que no había hablado en años.

-Sería mejor que -comenzó a decir Mario, pero un grito del joven hizo que corriéramos hacia él para auxiliarle.

Al parecer, un infectado había estado “hibernando” en el asiento de atrás y el joven lo había despertado de su letargo. Observamos entonces como el muchacho intentaba librarse de su atacante, mientras abría la puerta para escapar del vehículo. Con brusquedad, Mario le propició una patada que lo devolvió al interior del coche, para regocijo del infectado que se abalanzó sobre el pobre y le hincó sus dientes ennegrecidos en el cuello. Mario dio un portazo y así solucionó el problema.

-Ya es hora de marcharnos -dijo con los puños cerrados, mientras el coche se sacudía violentamente a sus espaldas.

Cabizbajo, Eduardo caminó a su lado hacia el bloque 1; y yo les seguí igual de pusilánime. Al subir las escaleras, sentí cada musculo de mi cuerpo mientras nos dirigíamos, una vez más, al piso de Eduardo. La sorpresa que nos esperaba dentro, provocó que me llevara ambas manos a la boca cuando, al abrir la puerta, encontramos allí a Cristina.

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