Londres, Septiembre
2003
Victoria Station
12:00
La estación estaba repleta de gente, el sonido
ininteligible de miles de voces hablando al mismo tiempo decoraba el aire,
mientras que el olor a café flotaba tímidamente entre pasajeros y trenes.
Sentado, con un cappuccino calentando sus manos, John
miraba a través del cristal a los transeúntes en su inagotable apuro por “llegar”.
Nadie se tomaba el tiempo, al menos no como él. Se llevó la taza a los labios y
saboreó la espuma tibia de su bebida. Echó un breve vistazo al periódico del
día y devolvió su mirada a los pasajeros. Un hombre, que a John se le hacía
idéntico a Mr. Bean, miraba confuso a la pantalla de información. Su mueca de
“desamparado” provocó una estrepitosa risa en John, quien fue objeto de miradas
hostiles por parte de los prolíficos lectores de periódicos a su alrededor.
Ignorando a los clientes del café, John continuó
observando a “Mr. Bean”. El hombre vestía un traje gris a rayas y un jersey de
un color rojo chillón. Con su maletín a cuestas, miraba de lo trenes a la
pantalla una y otra vez. Sin embargo, el hombre no aparentaba estar agobiado.
Su mirada transmitía sólo confusión. Era, precisamente, esa mueca de
desconocimiento que provocaba que John no pudiese controlar la contracción involuntaria
de su pecho al reír.
Estaba a punto de retornar su atención al periódico,
cuando una joven se acercó a aquel peculiar personaje. Una larga melena pelirroja
descendía como una cascada hasta sus delicados hombros. Vestía una americana
del mismo color que su falda, negra. La mujer hablaba sin separar sus delgados
brazos de su generosa cintura. De alguna manera, aquel ángel de pálida piel
había descendido para erradicar la confusión de la cara de “Mr. Bean”. Éste,
con una expresión aún más caricaturesca que antes, extendiendo su mano y
estrechó la de la mujer. La joven asintió con una sonrisa que azotó el pecho de
John.
Sin darse cuenta, el inglés se había arrimado al borde
de la silla y tenía su rostro casi pegado al escaparate. La mujer miró hacia el
café, su sonrisa deshaciéndose de a poco, para luego observar su reloj y
alejarse con pasos elegantes e inocentes. John se puso de pie y salió tras
ella. Alguien gritaba tras él que no había pagado su cappuccino, pero la cabeza
ligera del inglés no entendía de razones. Con su cuerpo adormecido, John
aceleró el paso hasta estar a escasos metros de la joven. Aun de lejos podía
disfrutar su perfume frutal. Intoxicado por el dulce olor, John repasaba las
posibles introducciones:
“Hola, me llam… Hola, te he vis… Hola, soy…”
La mujer se detuvo unos segundos, buscando algo en su
bolso. John no se percató de que se había detenido y colisionó de frente contra
el suave muro, con fragancia de melocotón. Ella se giró, una línea traviesa
trazaba su frente y dividía sus pecas.
-Hola -John tragó y la palabra fue prácticamente
inaudible.
La mujer le otorgó una efímera sonrisa y se dirigió a
la salida. John se quedó petrificado, en su mente resonaba el “Hola”. Sin saber
qué hacer, su pie derecho actuó de brújula y le indicó el norte. Secándose las
manos sudadas en sus vaqueros, John se encaminó a la salida. Apenas podía
contener el aire en su pecho, y la ansiedad envió un flechazo a su estomago al
salir y toparse con la muchedumbre de gente en la entrada de la estación. Sin
embargo, sólo pasaron escasos segundos hasta que vio a aquella cabellera roja
clara captar los tibios rayos del sol y hacerlos radiar todavía con más fuerza.
La joven caminaba entre la multitud y John seguía sus
pasos sin pensarlo. Después de unos minutos, llegaron a la parada de autobús.
Ella, con su ticket en mano, miraba hacia ningún lugar. Él, escondido detrás de
una farola, no hacía otra cosa que mirarla.
El vehículo arribó a los pocos minutos y John, una vez
más sin meditarlo, subió al autobús rojo. Ella estaba sentada en el primer
asiento, mirando fuera. El pasó con prisa por el pasillo y se sentó unos dos
asientos por detrás de la joven. Los minutos fueron transcurriendo y el
recorrido fue mutando de las inexpresivas construcciones céntricas, a las
pequeñas casas de los suburbios. John era un ancla en el asiento; igual de
tieso, igual de frío. La gente se iba apeando del autobús parada a parada,
mientras él permanecía con la mirada fija en la nuca de la joven. Una hora y
media después de haber comenzado el viaje, el autobús llegó su destino.
La mujer se puso de pie. En el vehículo sólo quedaban
ella, el conductor y él. Con su aroma apoderándose de cada rincón, la joven
pasó al lado del asiento donde una “gárgola” se había convertido en parte de la
estructura del autobús.
-Hola -dijo una voz tan suave y dulce como su perfume.
John no se movió. La mujer dejo escapar una risita que
azotó de nuevo el pecho del inglés y descendió del vehículo.
Una vez más, el “John automático” entró en escena. Se
puso de pie y, justo cuando el autobús amagaba con arrancar, saltó de la
puerta.
-Hola -respondió.
Otra risita, igual de angelical.
-Soy John -dijo y se acercó a ella, contemplando sus
ojos verdes por primera vez y perdiéndose en ellos para siempre.
-Soy Valerie
-replicó ella.
Una historia muy bonita, sin duda. Valerie debía de ser una chica muy guapa, al leer como la describes puedo sentir su olor a mujer y el sedoso tacto de sus delicadas manos.
ReplyDeleteUn abrazo, y animó con el blog !!!
Hola Shaun,
DeleteUna vez más, ¡gracias por leer y por comentar!
John no quiso que nos despidiéramos de él bajo tales circunstancias y "me pidió" - ;) - que contara uno de sus momentos más dulces... ¿Quién soy yo para decirle que no a fin de cuentas?
¡Otro abrazo y gracias por alentarme!