Madrid 16 de Diciembre de 2011
15:17
He terminado con mis
quehaceres del día, los cuales implicaban limpiar una piscina repleta de
muertos vivientes… bueno, ya no tan “vivientes”. Pero antes de describir mi
nueva rutina, quiero poner por escrito aquella sensación que experimenté cuando
John nos rescató:
De a poco íbamos dejando
Coslada detrás. Mientras John esquivaba coches e infectados por igual, cogí a
Claudia del asiento delantero y la apreté fuerte contra mi pecho. La pobre
había vuelto a su estado de shock. Rambo, sin embargo, disfrutaba del pequeño
regalo que le había hecho nuestro nuevo amigo, al bajarle un poco la ventanilla;
allí iba él con la cabeza y la lengua fuera disfrutando del viento en su
hocico, ladrándole a cada infectado que pasábamos.
John se presentó y nos dijo
que nos llevaría a su urbanización, donde había otros cuatro supervivientes. Creo que
tenía ganas de hablar pero, entre su acento y mi cansancio físico, no pude más
que asentir a todo lo que decía. Él comprendió y continuó conduciendo sin hablar,
hasta estar cerca de nuestro nuevo hogar, cuando me pidió que me asegurase que
“Perro no ladra”.
Habremos tardado unos
treinta o cuarenta minutos en llegar, ya que por partes la autopista estaba
despejada, y por otras teníamos que sortear todo tipo de obstáculos que
prefiero no recordar.
Vale… que me estoy perdiendo
en destalles y no precisamente los que quería/necesitaba plasmar.
Aquel viaje en coche fue
algo especial, especial de una forma difícil de explicar con palabras.
Siguiendo el ejemplo de mi
inteligente mascota, baje la ventanilla y dejé que el aire golpeara mi cara y
la de Claudia; la pequeña no dijo nada, pero algo en sus ojos me transmitió que
lo disfrutaba. Y ¡cómo no iba a hacerlo!, si aquel gélido aire no acarreaba
ningún hedor, era… aire puro. Viento que soplaba nuestras velas y alimentaba mi
optimismo. El paisaje en la autopista no era tan desolador como lo había
imaginado, eran pocos los que habían perecido dentro de sus coches; pero los había. De alguna manera, creo que conseguí obviarlos.
Qué despreocupado me sentí
entonces, yendo a alta velocidad, el movimiento del coche aletargándome al
mismo tiempo que disfrutaba del paisaje de Madrid, con su particular relieve. Imaginaba
que nada había ocurrido. El sol a nuestras espaldas parecía iluminarlos el
camino y presagiarnos un prometedor futuro. Qué sensación más extraña, qué
libertad. Quería que jamás acabase, que John continuase conduciendo, que el
viento siguiera purificando mis pulmones y que el sol nos siguiera guiando.
Pero, por supuesto, mi sueño infantil tuvo que acabar en el momento que
llegamos a nuestro nuevo hogar en Villaverde.
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