Una bocanada de aire
caliente, que acarreaba un espeso olor a putrefacción, hizo que Rambo
estornudará en el lugar. Una interminable hilera de ojos blancuzcos se había
posado sobre nosotros. Todas las personas de la comunidad... todas y cada una
de ellas estaban allí. Los que se encontraban al fondo del garaje y no se
habían percatado de nuestra presencia, deambulaban sin sentido. Los más
cercanos, sin embargo, abrieron sus bocas -quienes aún las tenían- y comenzaron
la persecución.
Quien más deprisa se
acercaba era Gonzalo, mi vecino del sexto. Creo haber pensado "¿Cómo es
posible?", pero no estoy seguro, ya que empecé a correr al instante en
dirección contraria; hacia el portal.
La expresión de terror de
Claudia no había mutado, y sus ojos se posaban por sobre mis hombros, observándolos
a ellos. Rambo empezó a ladrarles, pero luego de silbarle se nos unió.
Detrás de nosotros venían los infectados, más de cuarenta. Sus gemidos me helaban la sangre. Algo en mí quería
rendirse; quería dejarme caer en el suelo y que toda esta locura acabará de una
vez. Sin embargo, el peso de Claudia en mi brazo era un constante recordatorio
de que no era sólo mi vida la que estaba en juego.
Llegué al portal en cuestión
de segundos, tiré de la puerta para abrirla y, oh casualidad, estaba cerrada.
-Mierda -exclamé.
Gonzalo estaba a escasos
metros y detrás de él una legión de cadáveres se preparaba para el festín de su
vida. "Las llaves", pensé en un segundo. Salté por la ventana, dentro
de la garita del portero y comencé a buscar en el suelo la llave del portal. Al
cabo de unos segundos la encontré. Salté nuevamente y alcé en brazos a una
orinada Claudia. Cuando introduje la llave en la puerta, Gonzalo estaba a
exactamente diez pasos. Cuando giré la llave, Gonzalo había acortado la
distancia a cinco pasos. Cuando abrí la puerta, sentí sus dedos en mi
hombro. Y cuando hube cerrado la puerta a mis espaldas, escuché su gemido
infernal al mismo tiempo que estrellaba sus manos contra el otro lado de la
puerta.
Habíamos salido los tres,
pero no hubo ocasión de relajarnos ya que los cristales de la puerta comenzaban
a romperse de poco con los golpes de mis -ahora- difuntos vecinos. El ruido del
vidrio impactando y rompiéndose contra el suelo, era como constantes puñaladas.
Agotado, comencé a correr
hacia la calle; sentía cada músculo de mi cuerpo gritar con agonía que no podía
más, y el sudor se empecinaba en nublarme la vista. Entonces, la luz del día
-aquella que había eludido por tanto tiempo- quemó mi piel y me tranquilizó.
Podía sentir las uñas de Claudia clavadas fuertemente en mi espalda y los
ladridos de Rambo a mi lado; en ese momento, con el sol en la cara cegándome
los ojos, me rendí. Me senté en la acera y aspiré profundamente. Ya podía oír
sus pasos a mis espaldas; la puerta había cedido y venían a por nosotros.
Abracé fuerte a Claudia y
miré -con una sonrisa en los labios- a Rambo. “María”, pensé a medida que
cerraba los ojos.
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