Saturday 4 August 2012

POST XL - Deshidratados


Después de toda la mierda que he tenido que sobrevivir en los últimos meses, aquel momento a orillas del Manzanares fue lo más hermoso que he vivido durante un largo tiempo.
 
-Eres hermosa -le dije en voz baja.

Ella se rio tímidamente mientras acariciaba mi pecho.

-¿Cómo se llamaba tu pareja?

-Claudio -dijo y pude sentir como el nombre tensaba cada músculo de su cuerpo-. Prefiero no hablar de él ahora; disfrutemos de esto.

Le di un beso en la frente y cuando me disponía, ingenuamente, a cerrar los ojos, les escuché. Por la expresión de Cristina, supe que ella también les había oído.

-Mierda -exclamé-, parecen ser unos cuantos.

-Rápido, llenemos las garrafas con agua lo más pronto que podamos y vayámonos de aquí -dijo poniéndose de pie-. ¡Todo esto es tu culpa!

-¿Mi culpa? Si mal no recuerdo, no era yo quien gritaba como una hiena.

Por un instante me pareció ver en su cara algo similar a una sonrisa, pero luego continuó sumergiendo la garrafa en el río afanosamente. Yo hacia otro tanto; mi pulso podría haber sido el de hombre de ochenta años. Cada vez estaban más cerca. Esa brisa que bañaba el recorrido del río, actuaba de transporte para los gritos agonizantes de los muertos.

-Ya tengo mis dos garrafas, Marcos. Salgamos de aquí, por el amor de dios. Les oigo…

-Sólo me falta llenar ésta -grite ofuscado-. Que, ¿qué pasa ahora?

-Allí están -dijo horrorizada-. Dios, son… incontables, ¿de dónde han salido?

-Ya está -exclamé tapando mi segunda garrafa-. No son los que estaban a nuestra izquierda cuando vinimos, de eso estoy seguro. Estos cabrones vienen del lado contrario. ¡Vamos!

El peso de las garrafas nos ralentizaba el paso. A nuestra mano izquierda teníamos una horda de muertos vivientes que cubría el horizonte. Por suerte, por delante el camino estaba despejado. Pero los hijos de puta avanzaban rápido… muy rápido. Nuestros pasos enviaban centenares de pequeñas rocas a volar, mientras que nuestro sudor caía como lluvia en la tierra.

-¡Más rápido! -insté a Cristina.

-¡Joder, voy lo más rápido que puedo! -me respondió una voz sin aliento.

Las garrafas se movían en nuestras manos como péndulos y nuestros miembros agobiados nos hacían parecer marionetas al correr. Después de lo que podría haber sido una eternidad, llegamos a la autopista y la mandíbula se me cayó por completo; el camino adelante no estaba despejado. Los infectados que habíamos visto atrás eran los últimos de la procesión… los primeros estaban delante de nosotros. Y, apenas nos vieron, comenzaron su carrera caníbal.

-¡Tira las putas garrafas! -dije y solté las mías.

-¿Estás loco…

-Que te deshagas de ellas, joder -exclamé sintiendo la adrenalina en mi cuerpo.

Cristina las dejó caer y el sonido que emitieron al impactar con el suelo hizo que saliera disparado.

-¡Sígueme!

No quedaba otra alternativa, tendríamos que desviarnos un poco e ir hacia el norte; donde había divisado antes a algunos de ellos. Saltar la única sección libre de la alambrada, rogar que ésta les contuviera y correr como demonios hacia la urbanización. Si no lo conseguíamos, íbamos a quedar atrapados entre los dos grupos de infectados, y éstos se comerían el “sándwich” más delicioso de sus putrefactas vidas.

Ya sin las garrafas, nuestros movimientos eran más ágiles. No obstante, el cansancio se había apoderado de nuestros cuerpos y ellos… ellos aparentaban volar. Sus pisadas en el asfalto, eran como martillos en mis oídos. Al llegar a la valla divisoria de hormigón, deberíamos llevarle una ventaja de unos 100 metros. Salté la primera y, cuando me disponía a saltar la segunda, escuché al cuerpo de Cristina impactar contra el suelo. Cuando giré, ya estaba de rodillas.

-¡Vamos!

-No puedo más -apenas podía hablar.

Los muertos empezaban a chocar sus cuerpos contra los coches esparcidos por la carretera; cada golpe asemejaba un trueno. Cada golpe parecía decir “¡corre!”.

-¿Quieres morir? -grité.

-No.

-Entonces -comencé, mientras la agarraba por los hombros y la forzaba a reincorporarse-, salgamos de aquí. No pienso dejarte atrás.

Con mi ayuda, saltó la segunda valla. Ya sólo nos quedaba atravesar una sección de la carretera y la alambrada. Pero, para mi sorpresa, cuando miré a mi izquierda pude distinguir las facciones de nuestros perseguidores; un infectado de aspecto claramente africano iba a la cabeza. Su especie de túnica hondeaba al ritmo de su carrera y su boca ya parecía degustar nuestra carne. Sus ojos blancuzcos estaban fijos en nuestras figuras.

Continuamos nuestra carrera en diagonal hacia la alambrada y, cuando estábamos a unos 50 metros, el otro grupo se percató de nuestra suculenta presencia. Ahora, nos encerraban por ambos lados. Nuestra única esperanza era llegar antes que ellos a la alambrada. Los gemidos que emitían podrían haber superado a los de cualquier campo de fútbol. Recuerdo que cada músculo de mi cuerpo estaba extenuado pero, sin embargo, no cesaban de contraerse, extenderse, contraerse, extenderse…

40 metros: puedo ver sus horribles rostros, tanto a izquierda como a derecha. 30 metros: el africano viene como un misil hacia Cristina. 20 metros: le digo a Cristina que siga corriendo y no mire atrás. 10 metros: veo a Cristina subir la alambrada. Me paro en seco y espero al africano, que ya casi estaba sobre mí. Extiende sus manos y abre aun más su boca enseñándome unos dientes negros, tintados con sangre seca. Le espero. En el último instante me agacho. Cuando está sobre mí, me vuelvo a poner de pie. El africano sale volando por los aires; retomo la carrera.

-¡Marcos! -creo oír a Cristina gritar.

Salto hacia a la alambrada con sus alientos en mi espalda. Comienzo a trepar, uno de ellos me agarra el pie. El cabrón tira con fuerza. Siento un aire caliente en mi pantorrilla, al mismo tiempo que la alambrada comienza a moverse; los muertos ya están aquí. Sacudo el pie con fuerza y siento un pinchazo en mi gemelo derecho. La zapatilla me es arrebatada y, con las fuerzas que me quedan, doy un último salto. Caigo del otro lado y la hierba amortigua mi caída aparatosa. Por un segundo me quedo observando a cientos de caras, todas y cada una de ellas fijadas en mí, gimiendo, gruñendo, protestando por no poder tenerme.


Cristina me ayuda a ponerme de pie y, rengueando, reanudamos la carrera hacia la urbanización cuando creo oír como la alambrada comienza a ceder.

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