Con una
sonrisa en los labios y una bolsa en su mano derecha, Marcos se dirigió a casa
de Eduardo. Rambo parecía distinguir un cambio en la actitud de su amo e
intentaba descifrarlo, escudriñando su cara a cada paso. Al llegar, Marcos
golpeó la puerta un par de veces y enseguida se abrió, bañando a Marcos de una
calidez que recorrió su cuerpo y se asentó en su rostro.
—Ya era hora
—dijo Eduardo y volvió a cerrar la puerta con llave—, ¿cómo se ha portado
Rambo? ¿No nos va a apestar la casa esta vez, no?
Marcos río y
le aseguró a su amigo que aquello no volvería a suceder. Sus ojos recayeron
entonces en la cocina, donde Laura y la niña eran iluminadas por las figuras
danzantes de unas cuantas velas en sus respectivos candelabros, las cuales
calentaban una cacerola que Claudia ayudaba a sostener. La niña se dio la
vuelta e intentó guiñarle un ojo a Marcos, aunque en realidad pestañeó ambos, y
regresó a sus quehaceres. En una esquina, y contemplando la espada romana, se
encontraba Cristina. La joven pasaba la yema de sus dedos por la vaina,
comprendiendo el arma a través del tacto. Marcos mantuvo la mirada durante unos
segundos pero ella no le correspondió.
—¿Está bien?
—preguntó haciendo alusión a Cristina.
—No lo sé
—respondió Eduardo bajando la voz—. ¿Por qué no vas a hablar con ella? Nosotros
continuamos con la preparación de la cena.
—¿De la
cena? —dijo Marcos mientras se le iluminaba la cara—. Suena prometedor. Ok, nos
vemos en un rato.
—Es mi nuevo
juguete —dijo Marcos en tono jocoso, mientras se acercaba a Cristina y tomaba
asiento a su lado en el sillón.
—¿Ya has
matado a muchos de ellos con la espada? —preguntó Cristina recorriendo la
imagen de Rómulo y Remo con los dedos.
—No he
tenido tiempo —respondió dubitativo—. Sólo a su dueño; quien es además el
responsable de que hoy podamos cenar como dios manda… ¿Qué te ocurre? —preguntó
Marcos cansado de dar rodeos.
—¿A qué te
refieres? —contestó Cristina sin devolverle la mirada.
—¿Tiene algo
que ver con lo que pasó aquel día en el río? —espetó y al no recibir respuesta
perdió la paciencia—. Puedes, por lo menos, mirarme a los ojos cuando hablamos
—Al oír la voz de Marcos, Claudia se dio la vuelta mordiendo su labio inferior
e intentando comprender lo que sucedía —. Todo en orden por aquí, Cla.
—No me pasa
nada —dijo Cristina de pronto, esta vez haciendo contacto visual.
—Es bueno
saberlo —sentenció Marcos asintiendo con la cabeza, para luego ponerse de pie e
ir a la cocina.
La cena fue
todo un festín; además de la centena de latas de atún, el «romano» guardaba
unos treinta sobres de sopa instantánea, unas cincuenta latas de comida
precocinada y otras que no requerían cocción (fabada, callos, pasta, aceitunas,
carne de cerdo).
—Bueno, a
ver si nos cuentas qué es esa bolsa que tenías al entrar y que piensas que
nadie ha visto —dijo Eduardo echándose hacia atrás en su silla ofreciendo una
sonrisa diabólica.
Todos en la
mesa apuntaron sus ojos en dirección a Marcos, quien no pudo esconder una mueca
de deleite al verse transformado en el centro de atención.
—Vale, vale
—dijo llevando su mano debajo de la mesa y sacando una gran bolsa.
Introdujo su
mano dentro y saboreó la cara de incertidumbre en el rostro de todos.
—Ya está
bien de misterio —exclamó Laura juntando ambas manos.
Sin más
preámbulos, Marcos sacó de dentro de la bolsa una caja de huevos vacía… y luego
otra, y otra…
—Qué —dijo
mientras todos le miraban confundidos—, esto servirá para aislar el sonido, ¿o
no?
Eduardo
esbozó una sonrisa indulgente, mientras el resto continuaba perplejo.
—¿Y para qué
quieres aislar el sonido? —preguntó Laura.
Marcos miró
al piano y el rostro de Claudia se iluminó. De a poco, uno a uno fueron
comprendiendo la finalidad de tanto cartón. No obstante, el rostro de Eduardo
no parecía ser capaz de decantarse por una expresión u otra; su boca y mejillas
transmitían una clara felicidad pero su mirada, al igual que su frente, eran
incapaces de ocultar cierta incredulidad.
—Se te
acabaron las excusas para no deleitarnos con tus dotes artísticos —dijo Marcos moviendo
frenéticamente una de las cajas—, esto funcionará, ¿no?
—No estoy
seguro… creo que —Eduardo elegía y descartaba las palabras al instante—. Sí, supongo
que sí.
—¡Perfecto!
—exclamó Marcos triunfante—. Ahora voy a necesitar una dama que me ayude a
poner todo este cartón en puertas y paredes; ¿podríais, vuesa merced, ayudar a
este humilde servidor? —dijo haciendo una reverencia para luego extenderle
elegantemente la mano a Claudia.
La niña le
miró frunciendo y juntando ambas cejas por unos instantes, hasta que pasados
unos segundos finalmente vociferó:
—¡Sí!
Luego de unos
cuantos minutos de arduo trabajo, que para Claudia y Marcos podrían haber sido
escasos segundos, el piso había quedado sonoramente aislado.
—Tu turno
—dijo Marcos luego de haber alzado a Claudia entre brazos.
—¡Tu turno!
—repitió ella apuntándole con el dedo índice.
Eduardo se
puso de pie, y al abandonar la mesa, su figura se convirtió en una sombra
frente al piano. Enseguida, Laura fue tras él y depositó un candelabro encima
del instrumento; una sombra distorsionada de Eduardo y el piano se proyectaron
al instante en la pared, contrastando con su textura amarillenta. Todos
hicieron silencio, hasta las llamas de las velas parecían haber dejado de
danzar mientras Eduardo, aún de pie, observaba el piano y se tocaba ambas
manos.
Como si un
ente se hubiese apoderado de su cuerpo, Eduardo se erigió y el espació a su
alrededor se redujo. Con manos que podían haber ostentado tranquilamente guantes
de seda, cogió el taburete y lo posicionó en el punto exacto. Con solemnidad,
rodeó el asiento con sus piernas y se transformó en uno con el piano; al
momento de sentarse frente a él, uno no podía entender que el instrumento
existiera sin esa pieza clave que acababa de añadírsele. Con dedos tímidos pero
seguros, Eduardo recorrió las teclas; miró por sobre su hombro a las cajas de
huevos propagadas por las paredes y musitó entre dientes: «Qué más da.»
Un sonido
dulce, seguido por unas notas timoratas y repetitivas arroparon al salón. De
pronto, la melodía perdió dicha timidez e in crescendo se bañó de
personalidad; los dedos de Eduardo bailaban sobre las teclas mientras que su
cabeza se inclinaba un tanto, como si reafirmara las notas que surgían de la
punta de sus dedos. La melodía iba cogiendo velocidad, transformando aquellas
notas en un poema que hablaba y transmitía a cada uno algo diferente. Marcos se
encontró abrazando fuertemente a una Claudia boquiabierta que no comprendía lo
que el «tío Eduardo» hacía. Laura, cada diez segundos, se pasaba un dedo por
debajo de los ojos, mientras que Cristina contemplaba al pianista llevándose el
pulgar e índice a sus labios carmesí.
La música
continuó jugando entre notas inseguras, armoniosas, desafiantes y persistentes
durante unos cuantos minutos, hasta que, completando el círculo, regresó a su
timidez inicial, mientras Eduardo tocaba cada nota como si las teclas fueran
ahora más duras. Despacio la melodía fue muriendo y la última nota dulce resonó
en el salón, alojándose en la memoria de todos los presentes. El pianista
relajó sus hombros y, como si hubiese mutado en una persona diferente, se dio la vuelta.
—¿Qué os
pareció?
Las velas
fueron las primeras en hablar, acompañando el movimiento de Eduardo y ondeando
una vez más.
—¡Quiero
tocar el piano! —dictaminó la voz aguda de Claudia provocando a Eduardo una
abrupta carcajada.
—¿Lo has compuesto
tú? —preguntó Marcos luego de bajar a Claudia al suelo.
—No, es River flows in you de un surcoreano
llamado Yiruma —entonces se rascó la barbilla—. Puede ser que me haga con los
derechos de autor, de todas formas. Vete a saber cómo estarán los países asiáticos
ahora mismo… El concepto de globalización en el cual vivíamos inmersos día a día,
parece haberse extinguido; una vez más, vivimos al tanto de lo que sucede en
nuestra pequeña calle o barrio, el resto es pura «fantasía».
—Ha sido hermoso
—acotó Laura.
—¿Me he
ganado un café? —indagó Eduardo en tono de súplica.
Laura sonrió
y se dirigió a la cocina. Allí, puso una pequeña cazuela con agua —llenándola
con agua de las botellas que habían encontrado en el piso del «romano»— sobre
dos candelabros con cuatro velas cada uno y esperó a que el agua se calentase.
Luego echó una cucharada de café soluble en la taza, para inmediatamente
mezclarlo con el agua, azúcar y un poco de leche —bricks cortesía, también, del
«romano»—. La taza humeante atravesó el salón como una locomotora y «aterrizó»
en la mesa donde un impaciente Eduardo se la llevó instantáneamente a la boca
y sin siquiera probar un sorbo, se empapó con su aroma, dejando escapar un
suspiro. Al instante, tanto Claudia como Marcos abrieron sus ojos bien grandes
y juntaron ambas manos como si fueran a rezar. Laura rio llevándose una mano a
la cabeza y se disponía a preguntarle a Cristina si ella quería, pero no pudo
encontrarla.
—Ha dicho
que tenía que ir al baño —dijo de repente Eduardo—, y prefería hacerlo en tu casa.
A los pocos
minutos, ya estaban todos sentados en la mesa con su propia taza de café. La
luz de las velas iluminaba de forma intermitente sus caras satisfechas; sus
estómagos estaban llenos por primera vez en semanas y el café les brindaba una
sensación de calidez que invitaba a dormir. Claudia se llevó la taza a la boca,
probó un sorbo y su cara se transformó como si hubiera lamido un limón. Todos
comenzaron a reír a carcajadas mientras la niña fruncía el entrecejo.
—¿Quieres
que te cuente una historia? —dijo Eduardo con tono conciliador y Claudia
asintió tantas veces que parecía que se le iba a despegar la cabeza—. ¿Ves
aquel reloj antiguo junto a la pared?
Todos se
dieron la vuelta para observar un viejo reloj de madera de 1,50 metro de
altura, ubicado en una oscura esquina. Como si fuera un esfuerzo sobrehumano,
Eduardo se puso de pie gimiendo y cogió un pequeño candelabro que contenía una
única vela y lo depositó en la superficie del reloj para luego retornar a la
mesa y desplomarse en la silla.
—Como veis,
es bastante viejo —continuó—. Lo especial de este particular adorno, Claudia,
no es su péndulo de bronce, ni el cristal adornado que lo protege; tampoco sus
agujas de color dorado, ni su anatomía de «rascacielos». No, lo mágico de este
reloj es la madera de la cual está hecho: madera de bocote. Este tipo de madera
—cuyo aspecto parece emular la piel de un tigre— es oriunda de América Central
y, según mi abuelo, tiene poderes que los aztecas podían explotar a través de complejos
rituales —Eduardo bebió un poco de café, mientras el resto (ya no sólo Claudia)
esperaban impacientes a que continuase—. El reloj ha estado en nuestra familia
desde hace demasiadas generaciones. Una vez le pregunté a mi abuelo «¿desde
cuándo?», «desde hace siglos» me respondió despeinándome como era su costumbre.
«El reloj de los conquistadores» le llamaba. Mi padre nunca adoptó ese nombre,
para él era sólo un reloj viejo, pero yo siempre lo he llamado como mi abuelo.
Cuando él murió, mi padre no dudó ni un segundo en regalármelo «a ti te gustan
más todas esas tonterías del reloj conquistador» me dijo. Pues, como decía,
este tipo de madera tiene ciertos poderes que sólo pueden ser aprovechados
mediante la realización de rituales muy específicos, de los cuales hoy en día
no tenemos conocimiento alguno. Mi abuelo me contó que —según le había dicho su
padre— los aztecas se congregaban alrededor del árbol para favorecer la cosecha,
debilitar al enemigo, otorgar fertilidad a las mujeres y, la más extraña y
llamativa de sus cualidades —Eduardo se detuvo durante unos segundos y con una
sonrisa traviesa culminó— retroceder el tiempo.
En ese mismo instante, el reloj marcó las doce de la
noche emitiendo un sonoro y sombrío
ruido metálico. Claudia pegó un salto en su silla, mientras que Marcos y
Claudia miraron a Eduardo con ojos entre acusadores y divertidos.
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