No podía dejar de temblar y, lo que era aun peor,
entre lluvia y lágrimas, mi visibilidad era nula. El frío se iba calando en mis
huesos, entumeciendo de a poco cada uno de mis miembros. La imagen de la mujer
rondaba mi cabeza, excepto que en mi mente su rostro no era el de un zombie,
sino de María. Entonces, la mano mojada de Eduardo se aferró a la mía y tiró
hacia el cielo; mi cuerpo protestó al principio (deseaba quedarse allí, inmóvil
bajo el agua) y luego, por mera inercia, se puso de pie. Enseguida sentí la
inseguridad en mis pies; la azotea giraba a mi alrededor y mis piernas no entendían
de gravedad. Preocupado por caerme, me encontré de repente siendo abrazado por
Eduardo; su calidez me devolvió el equilibrio que me faltaba. Sin poder reprimirlo,
me eché a llorar una vez más.
—Fui yo quien tuvo que acabar con su vida —me
lamenté—… una vez había cambiado.
—¿Quieres hablar de lo que pasó? —preguntó deshaciendo
el abrazo y asiéndome por los hombros.
No esperaba la pregunta, no deseaba pensar en si
quería o no revivir lo ocurrido; simplemente lo hice. Le conté a Eduardo como
María había ido a trabajar aquel día, y como al llegar a casa había sido
mordida por un vecino. Le relaté, también, su transformación aquella noche trágica
y cómo conseguí escapar de sus garras, dejándola encerrada en el piso.
—¿Y qué hiciste entonces? —preguntó mi amigo tiritando
a causa de la temperatura.
Y le conté lo sucedido:
«Me quedé durante un tiempo allí acurrucado contra la
puerta; no lloraba, estaba demasiado sobrecogido para hacerlo. María continuó
golpeando la puerta, sumergiéndome en una especie de trance. Fue cuando
finalmente se detuvo que volví en mí. Hasta entonces, todo había sido una
especie de pesadilla. Esperaba despertarme, darle un beso por la mañana e ir a
arreglar ordenadores, como cualquier otro día. Pero, cuando los golpes se
detuvieron, no regresé a la «realidad». Seguía en la oscuridad del rellano y
María continuaba allí dentro; muerta, pero no del todo. Sabía que, a causa de
la enfermedad, ya no era ella misma; todas las imágenes que había visto por la
televisión, de a poco iban cobrando un nuevo significado. Mi mente trabajaba
cual motor de vapor, echando humo. Ésta luchaba por comprender, por clasificar
cada suceso y ubicarlo en su respectiva casilla. El ataque al presidente del
BCE, el mandatario inglés… todos muertos. «Está muerta» me dije entonces,
mientras mi mundo cambiaba y se desmoronaba frente a mis ojos.
»Al ponerme de pie, mente y cuerpo parecían estar
desconectados. Introducí la llave con cautela y, como si la puerta fuese a
romperse en cualquier momento, la empuje con lentitud, centímetro a centímetro.
Enseguida la luz proveniente de la lámpara de pie junto al sofá alumbró mi
rostro; tuve que cerrar los ojos un par de veces para que éstos se acostumbraran
una vez más. Cada nuevo centímetro de visión me ocultaba a María. Finalmente,
cuando el hueco era lo suficientemente grande como para que cupiera, entré en
la casa. Esperaba encontrarme a María detrás de la puerta, pero no fue así; si
miraba a mi alrededor y pretendía que nada había ocurrido, la casa parecía
estar «en orden». De pronto, oí el mismo gemido que antes y «la casa en orden»
se destruyó como una luna de cristal siendo atravesada por una roca. Ese mismo
sonido que había emitido al contemplarse en el espejo por primera vez.
Me
adentré un poco más en la casa, quedando a unos pasos detrás del sofá. En la
pared a la derecha del mueble –justo en el lado opuesto al baño- había un gran espejo colgado; María se pasaba,
cada mañana antes de ir a trabajar, unos cuantos minutos mirándose allí. El
destino, demasiado cómico y cruel, me obsequió su imagen en el cristal.
Éste reflejaba nítidamente el cuarto de baño y a María, una vez mas,
observándose en el espejo del armario; movía su cabeza lentamente de un lado a
otro, intentando comprender su propio movimiento en la imagen reflejada.
«María» la palabra asaltó mi mente deseando ser vocalizada. Pero mi cuerpo, el
más sabio de todos, jamás dispuso mis labios para tal labor. Él sabía, comprendía
que pronunciar palabra alguna sería un suicidio. Pero la batalla no estaba
resuelta, mi mente —guiada por mi corazón— me sugirió que la encerrase… por lo
menos hasta que se encontrara una cura. Mi cuerpo no estaba de acuerdo, éste me
insistía en que sólo había una «solución». Con la cabeza dándome vueltas, me
fui cuerpo a tierra al mejor estilo militar y comencé a arrastrarme por el
tibio suelo de madera detrás del sofá.
Como un gusano me deslizaba por el suelo intentando no
ser visto; estiraba mi codo derecho y avanzaba un poco, luego extendía el
izquierdo y me acercaba un poco más. Los suspiros de María acompañaban cada
movimiento de mi cuerpo, mientras continuaba su observación en el espejo. Una
vez hube dejado atrás el escudo visual del sofá, disminuí un poco el ritmo e
intenté pegarme aun más al suelo. Me acoplé de tal manera con el parqué que un
pendiente de María se me clavó en el mentón de improvisto. Grité por dentro
mientras me lo quitaba sigilosamente, una vez lo tuve en mi mano derecha no
pude evitar quedar hipnotizado; era de ella, era una parte de ella… Giré
despacio la cabeza hacia mi izquierda para contemplarla y luego regresé la
mirada al pendiente; no eran la misma persona.
En ese instante, María carraspeó como si desease
aclararse la gargantea, lo cual me aterró lo suficiente como para que
continuara moviéndome. Llegué a la esquina de la casa que daba con la ventana,
giré a mi izquierda perdiendo de vista el baño por unos segundos y me arrastré
por debajo de ella. Estaba deslizándome incómodamente por el suelo, cuando el
grito de una mujer se elevó desde la calle, traspasando la ventana e inundando
cada recoveco de la casa. María reaccionó enseguida soltando un gruñido repleto
de furia; cuando oí que daba un paso, me puse de pie de un salto y corrí hacia
el baño. Puede ver entonces su figura saliendo por la puerta. Antes de que
siquiera me viera, le propicié una patada que la envió una vez más dentro del
cuarto de baño y, aprovechando su segundo de confusión —sus ojos vacíos giraban
buscando a su agresor—, cerré la puerta.
María estuvo unas cuantas semanas allí encerrada.
Luego de unas horas, y si prevalecía el silencio, se quedaba allí dentro inmutada,
mirándose en el espejo —supongo—. Al principio, tuve la esperanza de que al llamar
a los servicios de emergencias éstos fuesen capaces de «curarla». Fue entonces
cuando comprendí el estado caótico en el cual se encontraba sumergido Madrid:
«Lo siento, no podemos enviarle una ambulancia. Puede llevarla a un hospital,
pero no lo recomendamos. Lo mejor es que la mantenga aislada de momento.»
Después de horas de estar intentando comunicarme con el 112, esa fue la
respuesta que obtuve. A los dos días todas las líneas telefónicas dejaron de funcionar, y a las pocas
semanas del incidente Rambo comenzó a ladrar despertando así a María de su
letargo.
Sus puños reanudaron los golpes contra la puerta de
madera, aunque éstos no recordaban como accionar un mecanismo tan simple como el
picaporte. Mientras tanto, Rambo continuaba ladrando debido a una situación que
luego te contaré. Caminaba de un lado al otro de la casa, candelabro en mano —para
entonces la energía eléctrica ya nos había abandonado—, pensando en qué era lo
que debía hacer. Mejor dicho, buscaba fuerzas en mí para afrontar el «qué» y descifrar
el «cómo». Me arrimé a la puerta y suspiré «¿María… cariño?», un golpe violento
resonó en toda la madera y me hizo dar un paso atrás. Apesadumbrado, y con los
ojos húmedos, me dirigí a la cocina en busca de un cuchillo afilado.
Un cubierto que llevaba en el fregadero por lo menos
dos días —su hoja se encontraba opaca cerca del filo por la suciedad— me esperaba
en la cocina. Lo cogí dubitativo y lo contemplé mientras mi mente volvía una y
otra vez al cuarto de baño. Rambo había cesado su torrente de ladridos, pero a
María ya no le importaba; ella continuaba azotando la puerta y gruñendo coléricamente.
Me di la vuelta, cuchillo en mano, y empecé a caminar hacia el salón. Dejé el
candelabro en una pequeña mesa ubicada en el centro de la habitación y me
detuve frente a la puerta; podía oírla allí dentro, moviéndose torpemente y
exhalando suspiros moribundos. Víctima de un calor que no sabía de dónde
procedía, di un paso adelante. Tragando saliva, apretaba y relajaba mi mano en
la empuñadura del cuchillo dando otro paso más. Silencio, María detectó mis
pasos; mi cuerpo me «advirtió» que me estuviese quedo, pero los latidos de mi corazón, resonando en mis oídos, ensordecían cualquier otra señal. María finalmente confirmó mi presencia con
sus sentidos y reanudó el ataque contra la puerta. Sólo tres pasos me separaban
de ella… un paso, limpio el sudor en mi frente… dos pasos, aprieto el mango del
cuchillo y le destino una fugaz mirada… tres pasos, mi mano toca el frío metal
del picaporte; éste se sacude por los golpes, aprieto hacia abajo y empujo hacia
adentro…
Emocionante capítulo, me pregunto si María será capaz de reconocer a Marcos, a lo mejor rompe la puerta antes de que Marcos llegua a abrirla, veremos que pasa ;)
ReplyDeleteY no te preocupes puedes copiarme todas las ideas que quieras jejeje, para eso estamos compañero ;)
Un abrazo !!!