—¡Laura y Cristina! —exclamó
Marcos al instante mientras el color abandonaba su rostro.
Aun en medio del pánico —Rambo
intuía que algo no iba del todo bien y ladraba mirando de un lado a otro—,
Eduardo se aseguró de dejar la radio cuidadosamente en la encimera. Luego a
paso decidido se encamino hacia la puerta.
—Tú quédate con la niña, yo
voy a buscarlas.
Marcos reaccionó ágilmente
reduciendo la distancia que les separaba, poniéndose por delante de su amigo;
posó su mano insegura en el hombro de Eduardo y trató de calmar su voz.
—Sé que no es momento para
discutir, amigo. Aun así, creo que, ambos estaremos de acuerdo, sería más
apropiado que vaya yo —las palabras fueron incomprensibles para Claudia, quien
miró a Marcos con los ojos bien abiertos—.
—No estoy de acuerdo pero
tienes razón, no hay tiempo para debates —respondió y luego señaló de forma
agitada al sofá—. Llévate la espada.
Marcos fue a por ella rápidamente
pero no la halló. Su mente intentó
ofrecerle posibles explicaciones que él no tenía tiempo para evaluar. Se dio la
vuelta y salió corriendo de la casa, dando un portazo que coincidió con la
mirada de Eduardo sobre el sofá vacío.
•••
Debido a la presteza, Marcos
olvidó coger su linterna. Haciendo uso de su memoria, y desafiando las
penumbras, se dirigió a la planta de arriba, al piso que solía habitar Laura. Los
gritos agonizantes se oían demasiado cerca, asemejando el griterío de un campo
de fútbol. Además, Marcos detectaba otros sonidos que no conseguía asimilar.
Dejando de un lado la incertidumbre en su mente, pegó un salto en los últimos
escalones y, luego de mirar de izquierda a derecha en busca de hostiles, se
encontró frente la puerta que buscaba. El silencio que le recibió quiso
enviarle una mala señal, pero Marcos decidió apartar todo pensamiento. Jadeando,
cogió el picaporte y abrió la puerta.
•••
Los pasos de Marcos pronto
se volvieron inaudibles y Claudia y Eduardo se quedaron acompañados por los
gemidos infernales. Eduardo le pidió a la niña que se quedará junto al piano. Él
se aseguró de cerrar la puerta y luego echó un vistazo a través de la ventana.
Sus cansados ojos no fueron capaces de divisar más que oscuridad; un negro que
lo envolvía todo y que, sin embargo, no camuflaba aquellos sonidos que parecían
bailar en la oscuridad y ser transportados por el viento. «Lo sabía» se dijo
entre dientes, «sabía que aquellas estúpidas cajas no aislarían el sonido… y
toqué el puto piano de todas formas.» Un olor agrio golpeo su nariz de pronto y
sólo le llevó un instante reconocerlo.
—No, Claudia —dijo yendo
donde la niña—. No tengas miedo, todo va a estar bien —le aseguró mientras la
abrazaba y sentía como se humedecían sus ropas.
[TOC—TOC]
El golpe en la puerta hizo
que un temblor recorriera el cuerpo de Eduardo, del cual se compuso enseguida
ofreciéndole una laboriosa sonrisa a Claudia.
—¿Lo ves? ¡Ese es Marcos! Quédate
aquí —dijo al ponerse de pie.
Como si sus manos no le
pertenecieran, Eduardo tuvo que intentar abrir la puerta unas cuantas veces
antes de tener éxito. La llave giró y Eduardo tiró hacia adentro. Del otro lado
de la puerta le esperaba un hombre más alto que él, vestido con harapos, ostentando
una horrenda cicatriz en el costado derecho de su cara; de pronto, ésta se
arrugo como si fuera la piel de una lombriz, al mismo tiempo que una sonrisa se
dibujaba en los labios del hombre. Entonces, Mario empuñó la espada y con un
resplandor en sus ojos, le propició una estocada a Eduardo en el pecho.
•••
Los ojos de Marcos no podían
procesar lo que veía, se los frotó con violencia e intentó hablar una vez más.
—¿Qué es esto? —dijo con una
voz que no asemejaba la suya.
Una única vela en el salón
iluminaba el cuerpo inerte, desnudo y ensangrentando de Laura postrado encima
del sofá. A escasos metros, y acurrucada en una esquina, Cristina lloraba sin
parar.
—¿Qué ha pasado? —espetó
Marcos zarandeándola de los hombros.
La mujer ni siquiera le
miraba. Entonces, un objeto a su lado llamó su atención, la luz de la vela
iluminó la pequeña figura de Rómulo y Remo en la vaina de madera de su espada…
sólo la vaina estaba en la casa. «Mario» le susurró su lógica.
—¡Hija de puta! —exclamó
dándose la vuelta, ahogando sus pulmones con tal de llegar al piso de Eduardo.
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