Wednesday 26 December 2012

POST LXXV - ¡Feliz Navidad! III

—¡Laura y Cristina! —exclamó Marcos al instante mientras el color abandonaba su rostro.

Aun en medio del pánico Rambo intuía que algo no iba del todo bien y ladraba mirando de un lado a otro, Eduardo se aseguró de dejar la radio cuidadosamente en la encimera. Luego a paso decidido se encamino hacia la puerta.

—Tú quédate con la niña, yo voy a buscarlas.

Marcos reaccionó ágilmente reduciendo la distancia que les separaba, poniéndose por delante de su amigo; posó su mano insegura en el hombro de Eduardo y trató de calmar su voz.

—Sé que no es momento para discutir, amigo. Aun así, creo que, ambos estaremos de acuerdo, sería más apropiado que vaya yo —las palabras fueron incomprensibles para Claudia, quien miró a Marcos con los ojos bien abiertos—.

—No estoy de acuerdo pero tienes razón, no hay tiempo para debates —respondió y luego señaló de forma agitada al sofá—. Llévate la espada.

Marcos fue a por ella rápidamente pero no la  halló. Su mente intentó ofrecerle posibles explicaciones que él no tenía tiempo para evaluar. Se dio la vuelta y salió corriendo de la casa, dando un portazo que coincidió con la mirada de Eduardo sobre el sofá vacío.

•••

Debido a la presteza, Marcos olvidó coger su linterna. Haciendo uso de su memoria, y desafiando las penumbras, se dirigió a la planta de arriba, al piso que solía habitar Laura. Los gritos agonizantes se oían demasiado cerca, asemejando el griterío de un campo de fútbol. Además, Marcos detectaba otros sonidos que no conseguía asimilar. Dejando de un lado la incertidumbre en su mente, pegó un salto en los últimos escalones y, luego de mirar de izquierda a derecha en busca de hostiles, se encontró frente la puerta que buscaba. El silencio que le recibió quiso enviarle una mala señal, pero Marcos decidió apartar todo pensamiento. Jadeando, cogió el picaporte y abrió la puerta.

•••

Los pasos de Marcos pronto se volvieron inaudibles y Claudia y Eduardo se quedaron acompañados por los gemidos infernales. Eduardo le pidió a la niña que se quedará junto al piano. Él se aseguró de cerrar la puerta y luego echó un vistazo a través de la ventana. Sus cansados ojos no fueron capaces de divisar más que oscuridad; un negro que lo envolvía todo y que, sin embargo, no camuflaba aquellos sonidos que parecían bailar en la oscuridad y ser transportados por el viento. «Lo sabía» se dijo entre dientes, «sabía que aquellas estúpidas cajas no aislarían el sonido… y toqué el puto piano de todas formas.» Un olor agrio golpeo su nariz de pronto y sólo le llevó un instante reconocerlo.

—No, Claudia —dijo yendo donde la niña—. No tengas miedo, todo va a estar bien —le aseguró mientras la abrazaba y sentía como se humedecían sus ropas.

[TOC—TOC]

El golpe en la puerta hizo que un temblor recorriera el cuerpo de Eduardo, del cual se compuso enseguida ofreciéndole una laboriosa sonrisa a Claudia.

—¿Lo ves? ¡Ese es Marcos! Quédate aquí —dijo al ponerse de pie.

Como si sus manos no le pertenecieran, Eduardo tuvo que intentar abrir la puerta unas cuantas veces antes de tener éxito. La llave giró y Eduardo tiró hacia adentro. Del otro lado de la puerta le esperaba un hombre más alto que él, vestido con harapos, ostentando una horrenda cicatriz en el costado derecho de su cara; de pronto, ésta se arrugo como si fuera la piel de una lombriz, al mismo tiempo que una sonrisa se dibujaba en los labios del hombre. Entonces, Mario empuñó la espada y con un resplandor en sus ojos, le propició una estocada a Eduardo en el pecho.

•••

Los ojos de Marcos no podían procesar lo que veía, se los frotó con violencia e intentó hablar una vez más.

—¿Qué es esto? —dijo con una voz que no asemejaba la suya.

Una única vela en el salón iluminaba el cuerpo inerte, desnudo y ensangrentando de Laura postrado encima del sofá. A escasos metros, y acurrucada en una esquina, Cristina lloraba sin parar.

—¿Qué ha pasado? —espetó Marcos zarandeándola de los hombros.

La mujer ni siquiera le miraba. Entonces, un objeto a su lado llamó su atención, la luz de la vela iluminó la pequeña figura de Rómulo y Remo en la vaina de madera de su espada… sólo la vaina estaba en la casa. «Mario» le susurró su lógica.

—¡Hija de puta! —exclamó dándose la vuelta, ahogando sus pulmones con tal de llegar al piso de Eduardo.

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