Monday 26 November 2012

POST LXVIII - No es mi hija



Madrid 24 de Diciembre de 2011
18:19

Después de volver de nuestro provechoso viaje, nos ausentamos con Eduardo —y sus binoculares— de su piso y de la felicidad general (incluso Cristina nos regalaba una sonrisa). Cogimos unas latas de atún, dos botellas de agua y nos dirigimos a la azotea para escudriñar la zona... Es como si ahora mismo tuviera en mi posesión un tesoro copioso, y hasta que no pueda enterrarlo sin ser descubierto, o, poder deshacernos de los «piratas» que podrían llegar a dar con él, no me sentiré seguro.

Disponíamos de una hora de luz aproximadamente; lo cual, en un día como hoy, no es decir mucho. Nubes grises pululaban por el cielo, jugando con nuestro ánimo. Allí arriba, el viento soplaba testarudo y me encontré, en más de una ocasión, cruzándome de brazos para protegerme de la ventisca.

—¿Dónde crees que estará? —preguntó Eduardo acomodándose la capucha de su abrigo azul sobre la cabeza.

Sopesé la respuesta unos segundos, acercándome a la cornisa y mirando hacia la distancia.

—No lo sé —me sinceré—, pero si le encontramos…

Eduardo caminó hasta quedar a mi lado, sacó los prismáticos de su mochila con una sonrisa y me los ofreció.

—¡A investigar se ha dicho!

Pude sentir —aun a través de mis guantes de lana— lo fríos y pesados que estaban. Ni siquiera recordaba la última vez que había usado un par de binoculares; debe haber sido de niño, ya que al ponerlos, con cierta reverencia, ante mis ojos, fue a aquella etapa a la que me sentí transportado. Al igual que con la espada, ciertos objetos tiene esa cualidad; me remontan a una niñez que, curiosamente, hoy me ayuda a sobrevivir.

—¿Qué ves? —preguntó mi compañero, poniendo su mano en mi hombro.

—Muchas cosas —respondí yo sin darme cuenta. Eduardo rio con gusto y rompió el trance en el que me encontraba.

Le miré con cara de despistado, mientras él me daba unas palmadas en la espalda.

—Hala, continua —dijo y fue a por las latas de atún.

Sería nuestra segunda, ya que habíamos devorado una al llegar de nuestra excursión. Eduardo volvió con una lata y un tenedor, los cuales le cambié por sus binoculares.

—¡Nos vamos a mal acostumbrar! —exclamé con la boca llena.

—Hay malas costumbres que valen la pena —dijo él sentándose a mi lado y disponiéndose a comer su merienda.

—¿Cómo cuáles? —pregunté sin quitarle los ojos de encima a mi sabrosa lata.

Eduardo se quedó callado por unos segundos, como si no hubiese estado esperando mi contestación.

—Como ésta —dijo finalmente, riéndose—; como pasear, nadar, cantar, tocar el piano... hacer el amor —se detuvo una vez más y, oteando a la distancia, reanudó su discurso con mayor vigor—. ¿Lo ves? Las cosas más placenteras, más humanas, son aquéllas que más nos exponen a los peligros de este mundo. Es una dolorosa ironía.

Como siempre, el hombre tenía la habilidad de hacer que mi mente deambulara; de dejarme estupefacto.

—En fin —prosiguió—, ¿cómo está la niña?

—No es mi hija —la verdad salió tan rápido de mi boca, que creo haberme enterado al mismo tiempo que mi compañero.

—¿Qué?

—Claudia no es mi hija. Bueno, natural al menos —contemplé las nubes grisáceas durante unos segundos, intentando armarme de confianza para terminar una conversación que no había deseado iniciar—. Su padre agonizante se presentó un día en mi piso de Coslada, donde murió a los pocos minutos; me pidió que cuidara de su hija una vez él no estuviera. Han pasado poco más de dos semanas, pero para mí se siente como si fuese toda una vida. Este mundo le ha dado un nuevo significado al tiempo.

Eduardo absorbía las palabras como una esponja. Tras sus ojos, podía ver cómo añadía la nueva información a la tarjeta intitulada «Marcos». Se llevó un bocado de atún a la boca, y, después de tragar, añadió:

—Siempre me pareció que había algo extraño entre vosotros dos —dijo pensativo—. Igualmente, tú eres su padre ahora y ella te tiene por tal. No lo olvides, Marcos —apuntó mirándome a los ojos—. Esa niña te necesita.

—Lo sé —respondí, mientras una brisa helada revoloteaba mi cabello—. Créeme, yo también la necesito a ella.

—Vale, ¿has terminado de comer, obeso? —dijo de repente, poniéndose de pie.

Tragué el último bocado de atún, terminé la botella de agua y me reincorporé.

—Ahora sí —respondí y me restregué el dorso de la mano por la boca.

Eduardo se llevó los binoculares a la nariz y comenzó a otear en dirección sureste. Yo, valiéndome únicamente de mi vista, hacia otro tanto y escrutaba las ventanas del bloque 2; algunas estaban ennegrecidas por dentro y no se podía ver a través de ellas. Otras estaban destruidas y si uno trazaba una línea recta desde la ventana hacia el suelo, sin excepción, allí encontraba un infectado empalado. Aquel edificio se había transformado en una gigantesca lápida en un, aun mayor, cementerio. El silencio sepulcral era agobiante e invitaba a mi imaginación a llenar el edificio con gente viva, feliz, sana...

—Creo que veo algo —dijo Eduardo de improvisto.

—¿Mario? —increpé enseguida, siguiendo la dirección de los binoculares.

—No estoy seguro —respondió inclinándose un poco hacia adelante—. Podría jurar que es humano.

Una vez más, intenté divisar lo que Eduardo estaba viendo sin éxito.

—Pues yo no veo más que coches, edificios, árboles y algún que otro infectado dando vueltas.

Eduardo me miró un tanto fastidiado por no ser capaz de ver lo mismo que él y me entregó los binoculares.

—Toma. La calle que da justo con la puerta de la urbanización —se detuvo unos segundos y yo me limité a asentir—; síguela. La persona —pronunció la palabra con incertidumbre— está a unos doscientos metros, casi llegando a la esquina.

Recorrí entonces la calle con los binoculares —obviando cuerpos, deshechos, coches destrozados y un centenar de hojas de los árboles de alrededor, que al parecer deseaban camuflar el horror a sus pies— hasta dar con la «persona». Al principio pensé que Eduardo estaba en lo correcto, el individuo caminaba en dirección opuesta a nosotros, dándonos la espalda y, debido a su manera tan humana de caminar, creí que era uno de nosotros. No podía ser Mario, de todas maneras, puesto que la persona que deambulaba por la calle aparentaba medir más que nuestro «vecino». Además, si la limitada luminosidad no me engañaba, su cabello era de color rubio y no oscuro como el de Mario.

Continué observándole, mi instinto me transmitía que aquello que allí se movía era un humano; caminaba calle abajo, no se arrastraba deambulando. Balanceaba sus brazos a los costados con cada paso que daba, no los estiraba hacia adelante cual sonámbulo. Estaba a punto de comunicarle a Eduardo que seguramente aquél fuera un superviviente, cuando un gato negro pasó detrás de éste, persiguiendo una rata. Nuestra «persona» se dio la vuelta de un salto, flexionó sus brazos y curvó sus dedos al mismo tiempo que dejaba escapar un potente gruñido, el cual se hizo eco entre las fachadas de los edificios, y fue rebotando de ladrillo en ladrillo hasta llegar a nuestros oídos.

—Ni es Mario —comenté devolviéndole los prismáticos—, ni es una «persona».

Eduardo asintió y caminó aletargado hacia la esquina que daba a la pista de baloncesto. Mientras éste escrutaba el paisaje, yo posé mis ojos en la cancha; la pelota deshinchada seguía allí, se mecía a causa del viento y me invadió el deseo de jugar al basket. Quería ir allí y tirar cientos de tiros, saltar, intentar hacer un mate… ser libre. Las palabras de Eduardo entonces irrumpieron en mi memoria «Las cosas más placentera, más humanas, son aquéllas que más nos exponen a los peligros de este mundo.». Qué ironía, en verdad, mi buen amigo.

Como si fuese una bofetada, una fortuita gota descendió de aquellas nubes grises y vino a caer sobre mi nariz; enseguida regresé de mi ensueño y miré a mi alrededor como si acabara de despertar.

—¿Has visto algo? —pregunté.

—No lo vas a creer —respondió Eduardo sin apartar la vista de los binoculares.

—¿Qué sucede? —espeté impaciente— ¿Has visto a Mario?

—No —dijo lacónicamente.

—¡Joder, Eduardo —exclamé respirando forzosamente—, anda, dime de una vez qué has visto.

Contemplando su rostro, vi que sus labios comenzaban a partirse para transmitirme qué era lo que estaba viendo. Sin embargo, de su boca no salió más que aire. Sin poder contenerme, le arranqué los binoculares de las manos y apunté en la misma dirección que él. Enseguida comprendí por qué había enmudecido; merodeando en el pequeño bosque —a escasos metros del río y a un kilómetro de la urbanización— vagaba libremente un gran número de infectados.

—¿Los que estaban en la alambrada? —fue mi pregunta retórica.

—Los que estaban en la alambrada —repitió Eduardo, al mismo tiempo que las nubes se rendían y comenzaban a vaciarse sobre nosotros.

Sunday 18 November 2012

POST LXVII - En búsqueda de víveres

Madrid 24 de Diciembre de 2011

15:22


Hoy ha sido un día productivo (obviando el gigantesco moratón en mi espalda). Hemos conseguido agua y comida para -por lo mínimo- unas semanas.  El plan era bastante básico (e improvisado): entrar al edificio que está al otro lado de la calle y buscar –desesperadamente- víveres en los diferentes hogares.

Antes de salir, nos pusimos de acuerdo en ir todos juntos. Si Mario decide actuar, no vamos a obsequiarle la ventaja de estar separados; jamás me permitiría dejar sola a Claudia ahora. 

En completo silencio, cruzamos el parque de la urbanización y nos aventuramos a la calle. Con la pequeña mano de Claudia aferrada a la mía, caminaba a la par de Eduardo; ambos mirando – obsesivamente- en todas direcciones. A plena luz del día y con el incesante cantar de los pájaros, cruzamos la calle.

Su fachada de ladrillos nos recibió fría e indiferente como la nieve.

-Esperad aquí -dijo Eduardo y se arrimó al portal.

A una calle de distancia pude ver a un infectado en el asfalto mirando en dirección opuesta a nosotros, moviéndose al ritmo de su música infernal. Iba a comunicárselo a Eduardo, cuando me percaté de que la razón por la cual el muerto no hacia más que mecerse, era que sus piernas habían sido completamente devoradas. Sentí entonces como la mirada de Claudia seguía a la mía e, intentando privarla de uno de tantos horrores, di un paso adelante ocultando así al infectado.

-Está abierta -susurró Eduardo-. Ponte detrás de mí, ten tu martillo preparado -dijo enseñándome el suyo (nuestras precarias armas).

Laura cogió a Claudia de la mano y se posicionó por detrás de mí. Cristina, por su parte, sostenía la soga atada al cuello de Rambo con ojos inexpresivos. Nos adentramos al edificio con total cautela, haciendo el menor ruido posible. Claudia cubría su pequeña boca con su mano libre; le había dicho que, para que las criaturas no nos encontrasen, debía taparse la boca cada vez que sentía ganas de gritar.


El olor a putrefacción nos rodeó enseguida, una línea pensante cruzó tanto la frente de Eduardo como la mía. Consternados seguimos avanzando hasta topar, unos metros más adelante, con el origen del hedor. Un hombre, o mejor dicho los huesos de éste, estaban en el suelo. Las criaturas lo habían devorado por completo. En sus esqueléticas manos aún asía un manojo de llaves.

-Parece que estamos de suerte -dije incrédulo y me agaché para coger las llaves-. Aunque si los infectados que hicieron esto siguen aquí... -apenas pronuncié tales palabras, oí una profunda aspiración proveniente de mi hija Claudia; su mano aplastándose contra su delicado rostro reprocharon mis palabras.  Sin saber bien qué decir, cogí el manojo de llaves y emprendimos la subida hacia la primera planta.

La iluminación en las escaleras era precaria, algún que otro rayo de luz se colaba por las pequeñas, y esparcidas, ventanas que dotaban el lugar. Con los oídos igual de atentos que Rambo, subimos escalón por escalón; intentando detectar alguna posible amenaza. Cada sonido tenía una interpretación, y en más de una ocasión me encontré dándome la vuelta tras escuchar un sonido, que no era más que los pasos producidos por uno de nosotros. Con nuestros martillos proyectando extrañas sombras sobre la puerta cortafuegos, llegamos a la primera planta. Eduardo posó su mano en el pomo y se dispuso a abrirla.

-Espera un momento -interrumpió Laura.

Eduardo la miró sin comprender, mientras ella se acercaba a la puerta. Yo aproveché para mirar hacia arriba por el hueco de la escalera. La mala iluminación y mi estado nervioso, se empecinaban en hacerme interpretar todas las sombras que allí se proyectaban. No obstante, no percibí peligro alguno y volví mi atención a Laura.

-¿Qué sucede? -musité

Ella me miró con ojos acusadores -toda una experiencia nueva, debo decir- y puso su dedo índice sobre sus labios. Sacando unos centímetros la lengua, Laura dio un golpecillo prácticamente inaudible a la puerta con sus delicados nudillos. Todos en el grupo nos limitamos a aguzar el oído. Incluso Rambo miraba en dirección a la puerta con las orejas paradas.

-Nada -susurró Laura-. Una vez más.

Como la vez anterior, chocó sus nudillos contra la fría puerta, esta vez un decibelio más fuerte. Otra vez nos quedamos petrificados esperando. Después de unos segundos, y viendo que el silencio sepulcral era inalterable, Eduardo volvió a agarrar el pomo de la puerta y asintió en dirección a Laura. En ese preciso instante, el gemido cansado e infernal de uno de ellos se pudo oír por detrás de la puerta. La criatura no estaba enfadada aún, sino que actuaba de la manera que suelen hacerlo cuando "investigan" algo. Sus suspiros asemejaban a los de un actor mediocre interpretando a un personaje moribundo. De pronto, sentimos sus dedos acariciando la superficie de la puerta, mientras exhalaba aire a modo de interrogación. Me pregunté entonces si aquella criatura era capaz de intuir lo que se ocultaba por detrás de la puerta, pero pasados unos segundos sentimos como los gemidos se iban alejando al ritmo de sus pasos en otra dirección.

Laura continuaba con su rostro pegado a la puerta, su mejilla se abultaba por debajo de su ojo izquierdo y un mechón de color ambarino caía sobre su ojo derecho. Cuando se hubo despegado de la puerta, me miró y negó con la cabeza. Una necesidad de apartar el mechón que cruzaba su ojo color miel, me poseyó de improvisto. Ella se llevó una mano a la frente y con un rápido movimiento apartó el cabello de su rostro. Luego volvió a coger la mano de Claudia y asintió en dirección a las escaleras.

-Sigamos -confirmó Eduardo tomando la iniciativa.

Reanudé el paso detrás de él -un poco desorientado-  y proseguimos hacia la planta número dos. El silencio había retomado el protagonismo, siendo el sonido de nuestras pisadas nuestra única compañía. Los pequeños pasitos de Claudia eran como puñales en mi consciencia; aquél no era lugar para una niña, y era yo quien la había llevado allí. Con cada escalón que mis cansadas piernas subían, mi boca intentaba masticar una culpa que me era imposible de tragar.

A la cabeza de la procesión, Eduardo se movía como la brisa; despacio, inseguro y persistente. En la retaguardia, Cristina y Rambo eran igual de sigilosos, mi amigo imitaba nuestro prudencia y Cristina ofrecía la misma cara inexpresiva, la cual me era visible aun dándole la espalda. Cuando quedaban unos pocos escalones para llegar a la segunda planta, me encontré visualizando aquel mechón de pelo travieso. Cuando estaba a punto de reprocharme tal ocurrencia, la entrada a la segunda planta entró en mi campo visual. Mi cuerpo se quedó tieso; la puerta cortafuegos estaba abierta de par en par.

Con la vista clavada en la puerta, Eduardo levantó su mano indicándonos que nos detuviésemos. Estiró su cuello lo más que pudo y, pasados unos segundos, nos pidió que le siguiéramos. Caminando, prácticamente, en punta de pies, nos acercamos a la puerta. El silencio se colaba por mis oídos y daba rienda suelta a mi imaginación. Un vistazo rápido escaleras arriba confirmó que ésta seguía despejada.

-Voy a echar un vistazo -susurró Eduardo.

Asentí y cuando éste introdujo la cabeza unos centímetros en el pasillo, para comprobar si había moros en la costa, Rambo se excitó y quiso ir tras él. La soga en manos de Cristina dio un fuerte tirón y se le podría haber escapado, si yo no la hubiese agarrado con fuerza en ese momento, rozando levemente sus dedos. Busqué sus ojos entonces, pero no los encontré.

-Hay tres de ellos al final del rellano, mirando como idiotas a través de la ventana -comentó Eduardo, llevándose una mano a la frente.

Juntos, y con la mayor delicadeza posible, cerramos la puerta y continuamos el ascenso. Nos dirigíamos a la tercera planta -el edificio sólo tenía cuatro-; nuestras esperanzas de hacernos con víveres sin cruzarnos con infectados se iban mermando. Además, el hecho de continuar subiendo dejando aquellas criaturas a nuestras espaldas, me provocaba escalofríos. Cuando nos quedaban unos pocos escalones para llegar a la tercera planta, un estómago rugió con furia y el sonido retumbó en el hueco de la escalera. Supe con certeza que el sonido no provenía de mí. Nadie dijo absolutamente nada y seguimos caminando. Mi mente incansable me sugirió entonces que el pequeño cuerpo de Claudia se estaba quejando por la falta de alimentos, y fue entonces cuando decidí cambiar de estrategia.

Me quité de forma rápida y sigilosa las zapatillas y las deposité en el escalón donde estaba Claudia.

-¿Me las cuidas? -le pregunté una vez agachado, mirándola a los ojos.

Ella asintió, y, recogiendo mis zapatillas de baloncesto del suelo, se las llevó al pecho y las estrujó contra él. Antes de ponerme de pie, le di un beso en su frente tibia. Una vez estuve de vuelta en el mundo de los adultos -Rambo había decidido investigar el interior de mi calzado con su hocico, para deleite de Claudia- , me encontré con sus miradas; “¿qué piensas hacer?” me preguntaron todos al unísono sin abrir la boca.

-Ahora vuelvo -dije entre dientes-. Esperad aquí.

Sentí el aire a mis espaldas cuando Eduardo intentó, sin éxito, agarrar mi hombro. Entre pasos largos y saltos silenciosos -se me podría haber confundido con Heidi tranquilamente-, llegué a la puerta de la tercera planta. Después de asegurarme que nada me sorprendería por las espaldas, acerqué mi oído izquierdo. Enseguida tuve que reprimir el deseo de dar un paso atrás, ya que el metal estaba dolorosamente frío. Sintiendo como los músculos de mi rostro se contraían, agucé el oído; había por lo menos dos muertos rondando el rellano, arrastrando sus decrépitos pies y hablando en aquel terrorífico idioma de gemidos. Me giré sobre mis talones y busqué con la vista a mis compañeros. Los ojos bien abiertos de Eduardo me transmitieron su descontento e intriga. No tenía tiempo ni ganas de explicarme en aquel momento; me limité a indicarle con señas que esta planta no era segura y que me dirigía a la última; que se quedarán allí donde estaban hasta que volviera. Por último, le guiñé un ojo a Claudia antes de reanudar mis saltos “mudos” y repletos de gracia.

Martillo en mano, subí aquellos últimos escalones. Una diáfana ventana posicionada sobre el final de las escaleras, inundó de repente mi campo visual con un blanquecino resplandor que me cegó por unos segundos. Me quedé allí, frotándome los ojos, hasta que el aire y las imperceptibles vibraciones del suelo me transmitieron que algo me acechaba. Reaccioné lo más rápido que pude abriendo los ojos de par en par y dando un paso atrás. Para mi desgracia, mis ojos no fueron capaces de visualizar nada y mi pie jamás halló el escalón que buscaba. Caí hacia atrás, completamente ciego, golpeándome con violencia la espalda. Enseguida, el aire que llevaba en los pulmones me abandonó. Como si fuera de alguna ayuda, me llevé la mano izquierda a la zona lumbar, frotándola con rapidez. Después de pestañear unas cuantas veces, la vista por fin se me aclaró y pude ver mis compañeros a mi alrededor; Eduardo me ofrecía su mano, acompañada por unas cejas ceñidas en clara desaprobación. Para mi sorpresa, cuando me puse de pie descubrí que el dolor era sólo una molestia (paradójicamente, ahora estoy sentado y apenas puedo moverme a causa del bendito dolor en la espalda).

Cuando Laura y Eduardo se disponían a reanudar su argumento para que no actuara sólo una vez más; corrí de forma sigilosa hasta la última puerta cortafuegos y, sin pensarlo dos veces, la abrí. Pude oír el suspiro de Laura en aquel momento, me giré y saludé con la mano a Claudia quien me miraba confusa mientras yo me adentraba en la última planta y cerraba la puerta detrás de mí.

Todavía con la mano en el pomo de la puerta, mi piel se erizó al sentir la diferencia de temperatura que había entre las escaleras y el pasillo en el cual me adentraba. Mientras mis ojos se acostumbraban, una vez más, a otro repentino cambio de luz, creí ver al final del corredor a los tres zombies que Eduardo había divisado en la segunda planta. Como siempre, mi mente no paraba de acojonarme sin causa alguna, ya que no había nadie a mi derecha; no había nadie en todo el largo y angosto pasillo.

La última planta estaba compuesta por un total de cuatro pisos, los cuales me disponía a revisar de pies a cabeza en busca de comida. Con cautela, y aferrando el martillo en mi mano derecha, di unos golpes silenciosos a la puerta del 4 G -todavía no deja de asombrarme la capacidad auditiva que tienen estas jodidas criaturas-. Esperé unos segundos, mientras el corazón se empecinaba en bombear sangre a velocidades exageradas, y, buscando con el pulso de un francotirador en el manojo de llaves “4 G”, me dispuse a invadir la primera morada. Cual fue mi sorpresa cuando, al abrir la puerta, me encontré con una vivienda completamente vacía; no había muebles, electrodomésticos, comida… nada. Dudo siquiera que alguien haya vivido allí antes de la epidemia. 

Encogiendo los hombros, regresé por donde había venido y una vez hube vuelto al rellano, mis hombros se hundieron aun más. Desde mi posición veía claramente a la puerta del siguiente piso, abierta, invitando a cualquiera a profanarla. Me aproximé con cuidado y, agazapándome contra el marco de la puerta, aventuré una mirada; varios muebles estaban boca abajo y a su alrededor una mezcla de objetos -ropa, juguetes, libros, electrodomésticos- estaban esparcidos por doquier. Mis pies entraron en contacto con el suelo de madera de la vivienda, y mi peso provocó que una tabla crujiera debajo de mí. Alcé mi martillo al instante y me preparé… No había nadie allí. Exhalé con ganas y continué investigando la casa. Un plasma de unas cuarenta pulgadas yacía tumbado frente al sofá, a su lado y enredado en una mata de cabellos de plástico, un costoso equipo de sonido también yacía en el suelo. Una pequeña biblioteca de color negro estaba partida en dos, mientras que sus literarios contenidos poblaban el suelo de forma desorganizada.

Ya en la cocina, me encontré a una de aquellas cafeteras modernas con una pequeña torre repleta de cápsulas de diferentes colores, un microondas digital negro y… nada de comida. Los armarios estaban abiertos y en su interior no habitaba nada más que el polvo. El frigorífico y el congelador enseñaban sus vacuas entrañas y se reían de mi famélica condición; los habitantes de aquella casa se habían llevado consigo lo único que tenían de valor. En aquel momento, he de admitirlo, sentí odio hacia aquella familia. Me les figuraba alrededor de una gran mesa, sonrientes, contentos, a salvo, comiendo…

Con un sabor entre desilusión y envidia, abandoné la vivienda. Ni bien hube salido, mis ojos como faros se posaron sobre la puerta de mi próxima alternativa, otro mazazo castigó mi autoestima; la puerta estaba abierta al igual que la del piso del cual salía con manos vacías. De dentro de la vivienda brotaba un pequeño haz de luz que terminaba iluminando el felpudo olvidado en el umbral. Caminé como un sonámbulo y una vez allí, con una mano en el marco que sostenía tanto mi cuerpo como mi espíritu, contemplé el interior de la vivienda; cajones abiertos, ropa esparcida por doquier, muebles tumbados… Con una parsimonia manchada de pesimismo, caminé hacia la cocina para confirmar mi corazonada; los inquilinos -quienes seguramente se habían marchado junto a sus vecinos- se habían llevado toda la comida que alguna vez había sido almacenada en la casa.

El rostro de Claudia se me hizo presente en aquel momento, con sus gigantescos ojos verdes exigiéndome, pidiéndome una explicación solución que yo era incapaz de otorgarle. Como un hombre sentenciado a la silla eléctrica, atravesé los inútiles obstáculos esparcidos por el suelo y me dirigí hacia la última vivienda.

Estaba en el rellano cuando, de repente, me pareció oír un sonido similar al de unas gotas de agua cayendo sobre metal. Agucé el oído y la vista; entonces, toda la planta se anquilosó, la luz que se colaba por la ventana al final del pasillo aparentó, en aquel momento congelar las partículas de polvo que flotaban por el aire. Apenas podía escuchar el sonido de mi respiración y desde las escaleras no provenía ruido alguno. Sin embargo, aquel tímido sonido que asemejaba una gotera se tornó más audible, y, como si fuera un acusador dedo índice, me señaló al “4 D”. Hipnotizado por el sonido, me dirigí hacia la puerta. El ruido se iba, gradualmente, convirtiendo en realidad. Como si fuera una broma macabra, en el momento en el que me detuve frente al 4 D, el sonido se extinguió. Desde que vivo en este jodido mundo inconcebible, en más de una ocasión he sentido que perdía el juicio; ésta fue una de esas ocasiones.

Dubitativo, alcé la mano izquierda y di un miedoso golpe en la puerta. Pasado un segundo, aquel sonido metálico se tornó audible una vez más pero, esta vez, en forma de un estruendo que sacudió la puerta y me invitó a dar un paso atrás. Ya no eran gotas de agua sobre metal, sino martillazos sobre madera.

-¿Hola? -pregunté en vano.

Sabía Intuía que lo que estaba allí dentro ya no era humano. No obstante, me eludía cómo era capaz de producir semejante ruido. 1 segundo, 2, 3, [¡CLANG!], 1, 2, 3, [¡CLANG!]… Sudando de cada poro de mi piel, me dispuse a encontrar la llave del 4 D y acabar con mi, hasta entonces, infructífera aventura de una vez por todas.

Con la ventana del pasillo y la puerta del 4 D a mi derecha, apoyé mi peso contra la pared donde terminaba el marco de la puerta, y mientras apretaba con fuerza el martillo en mi mano derecha, introduje la llave en la cerradura. [¡CLANG!], 1, 2, 3… giré la llave. [¡CLANG!], 1, 2, 3… otro giro más. [¡CLANG!], 1, 2… giré y empujé hacia adentro, regresando mi mano izquierda al martillo, aferrándole así con las dos manos y preparándome para hundirle el cráneo a aquel desgraciado. Lo primero que captaron mis ojos, fue un destello de color rojo que se abalanzó sobre mí. Al instante, el martillo descendió con rabia sobre “lo rojo”, produciendo un estruendo metálico aun más audible que el anterior. Su cuerpo cayó al suelo y, durante los escasos segundos que estuvo tendido allí, me permitió echarle un buen vistazo a la criatura: era un infectado de mediana edad en avanzado estado de descomposición, al abrir la puerta una bocanada de aire putrefacto se había inyectado en mis pulmones. Sin embargo, lo más extraño de todo era lo que llevaba el cabrón en la cabeza; un casco de centurión romano, con su cresta de plumas rojas transversal y sus respectivas protecciones dorsales.

Antes de que pudiera hacer una observación más, el muerto ya estaba de pie, con sus brazos estirados y su mandíbula retractada. [¡CLANG!] mi martillo estalló una vez más en su casco, lo que únicamente provocó que el zombie diera unos pasos atrás y bramara con impotencia. Entonces, la criatura se movió con felina agilidad y, pegando un salto con sus decrépitas piernas, aterrizó sobre mí y me derribó. Agarré al cabrón por los hombros, mientras éste soltaba malolientes dentelladas sobre mi rostro. Entonces me percaté que le faltaba un ojo y que su labio superior ya no estaba allí. El martillo yacía a una distancia inalcanzable por lo que, en aquel momento, maldije mi “valentía”. Su cuerpo gélido enviaba escalofríos a todas las zonas de mi ser y, entre el frío y la adrenalina que corrían por dentro de mí como dos corceles, empujé con todas mis fuerzas hacia arriba. El infectado quedó boca abajo como una tortuga durante unos segundos, los cuales aproveché para saltar su cuerpo y entrar en el 4 D. Estaba cerrando la puerta, cuando el cabrón la embistió con su casco, abriéndola de par en par y haciéndome retroceder al interior de la vivienda -se ve que el podrido había aprendido la utilidad del ornamento que se había puesto en vida-. Corrí en dirección al salón, mientras su respiración forzada me pisaba los talones. Al llegar a la mesa, me detuve y miré a mi alrededor; obviando el hedor que lo impregnaba todo, la casa aparentaba estar en perfectas condiciones, pero no conseguía divisar nada que pudiese utilizar a modo de arma.

El infectado rodeaba la mesa como una rata de laboratorio detrás de mí, mientras que yo, como carnada, corría y examinaba la casa en busca de mi “salvación”. De repente, el zombie dejó escapar un gruñido que heló mi sangre. Con aquella sustancia negruzca chorreando de su boca, puso ambas manos por debajo de la mesa, rugió una vez más, y la hizo volar por los aires. Antes de que el mueble cayera al suelo, yo ya estaba corriendo hacia una habitación que tenía a mi izquierda. Al entrar, el olor a muerte se intensificó hasta el punto que sentí los -casi inexistentes- contenidos de mi estomago en la garganta. La habitación estaba adornada con imágenes de princesas sobre paredes rosas. Allí, junto a una de las paredes, una litera servía de sepultura para los cadáveres de dos niñas pequeñas que aparentaban haber muerto por inanición.

El padre entró entonces gimiendo por la puerta mientras yo agarraba fuertemente uno de los tubos de la cama. Cuando se abalanzó sobre mí, tiré con todas mis fuerzas y ésta se desplomó sobre la criatura. Un sonido seco y repentino retumbó en la habitación. Sin perder tiempo, sorteé a la cama y al infectado, y, me disponía a abandonar el piso cuando algo en la habitación contigua captó mi atención. Podía escuchar al infectado retorciéndose debajo de la cama a mis espaldas, sin embargo, caminé anonadado hacia lo que mis ojos creían ver.

La habitación aparentaba ser una especie de estudio; con su ordenador, biblioteca, silla negra de ejecutivo y, junto a la ventana un altar. “ROMA” ponía una inscripción tallada en mármol y, por debajo, todo tipo de objetos romanos; monedas, mapas, esculturas, pequeñas figuras, libros… y allí, descansando sobre una superficie de piedra, dentro de una vaina tallada de madera con imágenes de Rómulo y Remo, y debajo de otra inscripción en mármol que indicaba “GLADIVS”, una espada. Llevé mis manos curiosas a la empuñadura y la levanté, asombrándome por su peso. Como si practicara un ritual, la desenvainé y la inscripción “TOLETVM” reflejo la luz del sol y me transmitió su fiabilidad.

Estaba -como un niño- comprobando el filo de la hoja, cuando oí los pasos del infectado. Éstos ya no eran ágiles, sino que daba la impresión de que la criatura se estaba arrastrando. Giré y confronté la puerta, listo para recibir a mi atacante. Luego de unos segundos en los que mis nudillos quedaron completamente blancos de tanto apretar la empuñadura, el zombie apareció aun más horrendo que antes. Su pierna izquierda había quedado en una postura similar a una “L”. El desdichado caminaba como un pirata con pata de palo, apoyando su peso en una endeble pierna que crujía con cada paso, y que yo no entendía cómo no se desprendía de aquel cuerpo descompuesto.

Con sus manos estiradas y su ojo blancuzco fijo en mí, la criatura se aproximaba implacable. Cansado de la espera, y sintiendo una energía renovada en mí, caminé hacia él; llevé hacia atrás mi brazo derecho, aspiré, y, ubicando mi peso en la rodilla izquierda, le di una potente estocada. Dejé que la hoja le atravesara el pecho, mientras que éste ni se inmutaba o caía al suelo; tampoco pretendí que lo hiciese. Retracté la espada con agilidad y girándola para que quedara en horizontal, le cercené el cuello; su cabeza cayó al suelo y produjo, por última vez, aquel escalofriante [¡CLANG!].