»-Allí adentró -intercedió una joven que, creo
recordar, se llamaba Estefanía- hay familias enteras; hay niños, gente que aún
no ha sido infectada -su voz era cada vez mas estridente-. ¿Vamos a permitir
que se repita una vez más la historia por culpa de nuestro miedo egoísta? Pues
si vosotros tenéis miedo, imaginaros a aquellas personas atrincheradas dentro
de sus casas.
Como puedes comprobar, la convicción de su voz me
impactó más que su nombre.
-Escuchad a Estefanía -acotó Mario, intentando sonar
razonable.
Luego, lo que se dijo o no se dijo jamás llegó a mis
oídos. Al observar cómo Eduardo continuaba su camino hacia el bloque 2, no
puede evitar seguirle. Era como un fantasma deslizándose por la hierba. De
alguna manera, su trance se hizo el mío y caminamos como dos almas en pena,
rodeados por la oscuridad hasta llegar a la nefasta empalizada. Desde el grupo
nos llamaron a grandes voces pero, al no recibir respuesta, prosiguieron con su
plan.
Nosotros habíamos llegado a la, ahora desmoronada,
entrada del edificio 2. Las luces provenientes del interior nos bañaban la
cara, mientras los gemidos moribundos lo cubrían todo. Los zombies que habían
sido atravesados, al notar nuestra presencia comenzaron a gruñir rabiosamente.
Aquí y allí había personas que, sin ser una de
aquellas abominaciones, habían saltado por la ventana para, al fin, perecer atravesados por un afilado palo de
escoba.
Eduardo seguía sin pronunciar palabra, de vez en
cuando se sonaba la nariz o se acomodaba el pelo, para luego continuar
hipnotizado por el horroroso espectáculo. Transcurrieron unos cuantos minutos
así; Eduardo compenetrado en las ruinas y yo mirándole a él y al edificio. Inesperadamente,
como si alguien le hubiese disparado una flecha, se puso de rodillas; lo cual
enloqueció aun más al infectado que, a escasos metros, luchaba por librarse de
la lámpara de pie que lo atravesaba desde su torso hasta la boca.
-No fue tu culpa -hablé al fin, mi voz sonando débil-.
Tomaste la decisión correcta, de lo contrario -dije poniéndome de cuclillas
junto a él y tomándole de las manos- todos estaríamos muertos.
Eduardo elevó la mirada hasta hacer contacto visual.
Su expresión, una semi sonrisa acompañada por unos ojos verdes extenuados, me
comunicaron lo infantil que veía mis palabras. Lentamente, separó sus labios,
y, cuando se disponía a hablar, un sonido seco de metal contra metal nos puso
de pie al instante.
-La lámpara -musitó Eduardo.
Cuando estaba por
responder, un ruido aún mayor se apoderó de toda la urbanización. El viento
rugió y la brisa maximizó el sonido. Giramos justo cuando una bola de fuego se
elevaba en la dirección del bloque 3, seguido por una escalofriante nube de
humo negro.
»La criatura había sido, literalmente, partida en dos.
Debido a la fuerza ejercida, sus músculos en descomposición cedieron ante su
hambre voraz y cayó de bruces contra el techo de un automóvil, para luego rodar
y terminar boca arriba en la hierba. Eduardo dio su espalda a la explosión y se
arrimó al cadáver. El desdichado estiraba su mano en un fútil intento por asir
a su presa. Eduardo puso su zapato entre la nariz y la frente del infectado, y
con un movimiento fugaz, hundió la cabeza del muerto hasta el suelo.
-Vamos a ver qué ha pasado -me dijo con tono sombrío,
caminando ya hacia el bloque 3.
No comprendía la templanza de aquel hombre; no le
comprendía en absoluto. Caminé tras él apesadumbrada, hasta llegar a la
piscina. Allí nos esperaba Mario y solamente Mario.
-Ya está hecho -nos dijo respirando forzosamente-.
Tenemos que montar la empalizada ahora mismo.
-¿Y el resto? -preguntó Eduardo, mientras las llamas
que cubrían el portal del bloque 3 se reflejaban en sus ojos.
-Sólo yo y el chaval hemos sobrevivido -comentó y
señaló a donde un coche estaba siendo aparcado-. Vamos, no hay tiempo que
perder.
Seguimos a Mario y comenzamos a estacionar coches
debajo de las ventanas. Eduardo había aconsejado a todos los vecinos, que
dejaran las llaves de sus vehículos en la casilla del portero, indicando sus
respectivas matriculas. Del edificio provenían incontables gritos, pero, por
alguna razón, nadie abría las ventanas. Me quede durante unos segundos
escrutándolas, hasta que Mario detuvo un coche que conducía hacia el portal y,
bajando la ventanilla, me dijo:
-No pueden abrirlas, tendrán que romperlas para
saltar. ¡Ponte a trabajar!
A día de hoy no comprendo cómo lo sabía. No obstante,
si había que romperlas, romperlas hubieron. El fuego que se había originado en
el portal, se propagó velozmente por el edificio y comenzó a cobrarse la vida
de todos sus ocupantes. Por las ventanas no hacían más que saltar cuerpos en
llamas; se sacudían violentamente contra el suelo para luego permanecer
quietos, mientras el fuego los asaba lentamente. El olor me llegaba al cerebro
y una extraña sensación entre alivio y asco invadía mi cuerpo, a causa de la
calidez que expelían los cadáveres.
Deber haber transcurrido una media hora, hasta que las
bolas de fuego humanas dejaron de saltar por las ventanas destrozadas. El
edificio ardía con furia y tuve miedo que éste fuera una invitación para el
resto de infectados.
-Ya es suficiente -dijo Eduardo de repente-, poner empalizadas
aquí ya no tiene ningún sentido.
Los tres nos quedamos inmutables allí frente a la
estructura ardiente, mientras el joven aparcaba el último coche delante del
portal.
-Es difícil respirar -dije tosiendo y sentí que no
había hablado en años.
-Sería mejor que -comenzó a decir Mario, pero un grito
del joven hizo que corriéramos hacia él para auxiliarle.
Al parecer, un infectado había estado “hibernando” en
el asiento de atrás y el joven lo había despertado de su letargo. Observamos entonces
como el muchacho intentaba librarse de su atacante, mientras abría la puerta
para escapar del vehículo. Con brusquedad, Mario le propició una patada que lo
devolvió al interior del coche, para regocijo del infectado que se abalanzó
sobre el pobre y le hincó sus dientes ennegrecidos en el cuello. Mario dio un
portazo y así solucionó el problema.
-Ya es hora de marcharnos -dijo con los puños cerrados, mientras el coche se sacudía violentamente a sus espaldas.
Cabizbajo, Eduardo
caminó a su lado hacia el bloque 1; y yo les seguí igual de pusilánime. Al
subir las escaleras, sentí cada musculo de mi cuerpo mientras nos dirigíamos,
una vez más, al piso de Eduardo. La sorpresa que nos esperaba dentro, provocó
que me llevara ambas manos a la boca cuando, al abrir la puerta, encontramos
allí a Cristina.