Sunday 23 September 2012

POST LVII - El reloj negro de John V



 Sus oídos emitían un pitido que le taladraba la cabeza, al mismo tiempo, experimentaba una sensación entre ardor y calidez en sus piernas. John ignoraba cómo había llegado allí. Lo último que recordaba era haber ido de compras con su esposa por Madrid. Y ahora estaba en este coche, por algún motivo que no era capaz de recordar. Las luces del vehículo alumbran un paisaje rural incomprensible para él.

Miró su reloj negro y comprobó que eran las 5:57.  ¿Dónde estará mi esposa ahora?” se preguntó, “Hay que ir a hacer las compras.” Aún estaba absorto en sus pensamientos cuando una gota rebelde recorrió su nariz, para luego acabar en su pierna. John se llevó la mano a la frente y comprobó que lo que caía por su rostro era sangre. “Qué extraño. Debo haberme golpeado la cabeza al quedarme dormido. Claro, me he quedado dormido y ahora estoy esperando a Valerie para ir a pagar las facturas. Cuánto tarda esta mujer. Extraño, huelo a gasolina... fuerte, muy fuerte. ¿Y esos pasos?… ya era hora. Van a cerrar la Post Office y se nos vencerán las facturas.”

-Dear?

“Allí viene, aún no puedo verla, pero oigo sus pasos dirigiéndose aquí. Tendremos que ir al supermercado también.” Un escalofrío recorrió el cuerpo de John de pies a cabeza. La ventanilla del copiloto está bajada por completo y un aire gélido penetró sus dislocados huesos. “A ver si se da prisa esta mujer que me estoy congelando.”

-Val!

John podía oír piedras crujir debajo de los pies de su mujer. Intentó ir a buscarla, pero su cuerpo no respondía. “Pues nada, esperaré aquí.” Miró a su izquierda y allí estaba: su Valerie. “Está hermosa” pensó, “como aquel día que la conocí en Londres. Su cabello claro poblando su frente repleta de pecas.” Por algún motivo, John sentía que la echaba demasiado de menos. Su hermosa figura se acercaba despacio hacia él. Sin embargo, había otro ruido que John no conseguía interpretar. Era un sonido de fondo que sus atrofiados oídos captaban, pero no asimilaban.

Su esposa ya estaba prácticamente sobre él. Viéndola ahora, pensó que sería un buen momento para plantearle la idea de tener hijos. Ella siempre había intentado convencerle pero John, escondiéndose tras su exigente trabajo, no había cedido en su posición. Sin embargo, en ese instante, estaba preparado. Quería hacerlo, necesitaba hacerlo.

[Pum] Los puños de Valerie golpearon el vidrio de su ventanilla.

-Val?

De repente, sus oídos dejaron de pitar lo suficiente como para que John escuchara el ladrido de un perro. “Un perro, qué...” Aquel paisaje que tampoco había sido capaz de comprender se fue aclarando; las luces del coche iluminaban el terraplén, árboles, hierba, tierra, rocas y... un perro. John miró a su izquierda y no vio a su esposa, sino a la realidad. “Rambo, compañero, vete de aquí.” El perro ladraba desde la distancia, pero no había nada que John pudiera hacer. "Anda, Rambo, vete de aquí. John va a llevarse unos cuantos desgracaidos al infierno antes de partir.”

En su prisión de metal, John tomó una decisión. Comenzó a tocar el claxon una y otra vez; las palmas de sus maños golpeaban con violencia al volante. La infectada a su izquierda alternaba entre estrellar sus miembros contra la ventanilla y pegar su descompuesta cara al vidrio, soltando dentelladas. [PUM][PUM][PUM] Más infectados chocaban contra el chasis del coche. John ya podía oír sus gemidos. Miró, una vez más, por el espejo retrovisor del lado izquierdo para asegurarse; allí, detrás de la infectada, se dejaba ver el origen de aquel olor tan fuerte. Un charco de gasolina que cada vez se iba extendiendo más y más.

John sentía el sudor recorriendo cada parte de su cuerpo, su ropa le pesaba una tonelada y la oscuridad… la oscuridad le aterraba. Pero ya no había nada más que… ser valiente. El coche comenzó a sacudirse de un lado a otro. El primer muerto en percatarse que la ventanilla del lado del copiloto estaba bajada, empezó a introducirse torpemente en el vehículo. John sentía su corazón latir con violencia. Viendo por el espejo retrovisor una marea interminable de zombies, el inglés se dijo a sí mismo que ya era hora. Pulso el mechero del coche y miró a su derecha. El infectado, un joven con una cresta de color verde, llevaba una camiseta gris -ennegrecida por la mugre- con la imagen de la reina de Inglaterra. “Qué apropiado” pensó y experimentó un dolor punzante en su brazo. No quiso mirar. Contempló su reloj negro por última vez, las 5:57… se había parado. Los muertos ya estaban en el asiento de atrás y John ya no olía la gasolina, sino a muerte.

El mechero saltó, John hizo un esfuerzo para cogerlo con la única mano que podía y bajó su ventanilla. Enseguida sintió como si decenas de puñales se le clavaran en diferentes partes del cuerpo. Ya en un estado de trance, con la imagen de Valerie y de los hijos que nunca tuvieron en su mente, John sacó el brazo por la ventanilla y tiró el mechero hacia atrás.


Sentado a orillas del río, Marcos oyó un sonido estrepitoso acompañado por una bola de fuego y una nube de humo negro que le indicó enseguida dónde estaban sus compañeros.

Saturday 22 September 2012

POST LVI - El reloj negro de John IV



Marcos observaba estupefacto como el coche desaparecía de vista, rodando sobre el terraplén. De repente sintió una mano fría en su cuello y se dio la vuelta para encontrarse al niño que minutos antes había atacado a Rambo. Marcos le cogió por la clavícula, evitando así sus dentelladas. Continuaron forcejeando, hasta que su maltrecha pierna no pudo más. Sintió el vacío en su espalda al perder el equilibrio y se despidió del mundo. Al caer, su pierna impactó contra una roca del tamaño de una pelota de fútbol. Marcos soltó un grito agonizante. El muerto se proponía morder su brazo, cuando un rodillazo lo envió a volar. Marcos miró su pierna sin comprender; aquel golpe se la había entumecido por completo. Agradeciéndole al Dios que María alababa tanto, Marcos inició una carrera desesperada hacia el río.

Cada uno de sus pasos levantaba una pequeña nube de polvo. No obstante, al mirar atrás observó como cientos de otros pasos generaban una tormenta de polvo a sus espaldas. Los muertos chocaban contra la valla metálica, caían de bruces al suelo y luego se levantaban con sus rostros empolvados, gruñendo y corriendo tras sus pasos.

-¡Hijos de puta! -gritó Marcos con el río por delante y sus sonidos guturales en el aire.

El río estaba cerca, pero también lo estaban ellos. Marcos sentía un ardor en sus pulmones que amagaba con detener su organismo por completo y sus piernas eran ya algo ajeno a su cuerpo. Una vez más le invadió aquel sentimiento suicida; la solución fácil, dejarse caer y que todo terminara. Pero Marcos había aprendido su lección y, además, John no podía rescatarle esta vez.

La luna le iluminaba escasamente el camino, por tal razón Marcos no pudo ver la roca con la que tropezó a escasos 20 metros del río. El polvo le cegó los ojos por unos instantes, pero eso no impidió que se pusiera de pie. Enseguida sintió como la sangre se le subía a la cabeza. Mareado, iba a retomar la carrera cuando sintió unas uñas largas en su omóplato; se giró pero no pudo ver nada, esperaba sentir algunos dientes hincándose en alguna parte de su cuerpo, pero no fue así. “¿Tropezaría el zombie con la misma piedra?” se preguntó mientras continuaba la carrera.

El Manzanares estaba a apenas unos pasos. Los gemidos eran ensordecedores, las criaturas sentían que su cena se les escapaba. Con el cuerpo adormecido, Marcos miró por última vez hacia atrás -el infectado más cerca estaba a unos cinco metros- y se lanzó al río. Las aguas del Manzanares no son profundas en absoluto y Marcos se encontró arrastrando sus pies pesados en una superficie arenosa y rocosa, con agua hasta la cintura. [Splash] Los muertos comenzaban a adentrarse en el agua.

Sin atreverse a mirar atrás, Marcos continuó levantando sus pies de plomo una y otra vez. No tenía ni frío ni calor. Ya no pensaba en su supervivencia. Ya no pensaba. Su cuerpo se movía por motu proprio hacia delante, mientras que  su mente ya se había trasladado a la otra orilla, a salvo. Se movía sin expresión alguna, sus piernas provocaban pequeños oleajes y sus brazos salpicaban su cara y su cabello con gotas de agua en las que se reflejaba la luna. A sus espaldas se podía oír un ruido similar al de varios cocodrilos agitándose en el agua.

De repente su pierna derecha se detuvo; había pisado terra firma. Como si le hubiesen practicado un electrochoque, Marcos volvió en sí. Posó sus manos sobre las rodillas y miró de reojo al río. Los muertos se caían constantemente, algunos incluso flotaban a la deriva -al parecer ahogados-. Ninguno había podido superar los primeros metros siquiera. Gruñían, gemían y extendían sus brazos al cielo con sus ojos clavados en él. Chapoteaban, se subían unos encima de otros, pero no conseguían avanzar.

Marcos se erigió con una sonrisa en sus labios y después de escupir un hilo pegajoso de saliva, exclamó:

-¡Hijos de puta! -y se desplomó en el suelo.

Friday 21 September 2012

POST LV - El reloj negro de John III



La ropa se adhería a su cuerpo debido al esfuerzo físico y el estrés se había instaurado en su espalda; Marcos sentía que iba a explotar. Cada vez que su pie tocaba el suelo, era como si un terremoto recorriese su cuerpo. Otros tres zombies más ya estaban a escasos pasos de Rambo, entonces el perro sintió como algo tiraba de su cuello. Rambo giró para encontrarse a su dueño tirando de la soga. El perro miraba de Marcos a los muertos, como diciendo “Mira, ¿no los ves?”. Pero al tercer tirón desistió y comenzó a correr a la par de su amo.

John estaba de pie al lado del coche, su mano danzando en el capó, profiriendo todos los insultos habidos y por haber en la lengua inglesa. Sus ojos contemplaban aprensivos a su amigo corriendo extenuado detrás del perro y a una masa incomprensible de muertos pisándole los talones. Pensaba que los tímpanos le estallarían en cualquier momento, debido al estridente sonido que escapaba de aquellas agonizantes bocas.

Rambo llegó primero al coche, John se subió y le dio una palmada al asiento para que el perro le imitara. Cuando Marcos estaba a unos treinta metros, aquel dolor en el gemelo derecho decidió regresar. Sin poder controlarlo, su pierna derecha se dobló y calló hacia adelante abriendo sus manos por un segundo, dejando caer las llaves.

-¡Marcos! -gritó John saliendo del coche.

Rambo intentó ir a por su amo, pero John había cerrado todas las puertas y ventanillas.

Su frente era un témpano que le nublaba la vista, mientras se arrastraba como un gusano en busca de las llaves. John corría hacia él, cuando su amigo logró alcanzar las llaves; se puso de pie como pudo y con una mirada elocuente se las tiró. John se quedó quieto.

-Go! –rugió Marcos mirándole profundamente a los ojos.

John hizo un amague de ir a por Marcos, pero sus ojos se posaron en la interminable procesión de muertos que venía detrás y comprendió que sería un suicidio. Emitiendo una sonrisa dolorosa a su amigo, se dio la vuelta y corrió hasta llegar al coche. Lo puso en marcha y, sin atreverse a mirar atrás, comenzó a recordar los obstáculos mentalmente a medida que avanzaba a toda velocidad, las ruedas del coche desparramando polvo y piedras por doquier.

-Left, right, right, left, right, left, left… -el obstáculo -una ambulancia con todas sus puertas abiertas- estaba a su “right”, pero John se había quedado completamente bloqueado-. Left…? –El inglés se percató al último instante y cuando quiso cambiar la trayectoria, el Citroën Xara colisionó de costado con la ambulancia. John sintió la vibración en el volante y como perdía el control del vehículo. Éste salió despedido a la derecha y redujo la valla metálica a escombros, lo que no impidió que el automóvil continuara rodando por el terraplén.

Thursday 20 September 2012

POST LIV - El reloj negro de John II



El viento de invierno soplaba incesante congelando el chasis del Citroën Xara. Dentro, Marcos se mudaba de ropa en el asiento de atrás y John hacía otro tanto en el de adelante.

-¿Vamos? -preguntó el inglés al haber terminado.

Marcos asintió y se acomodó en el asiento del copiloto. Ambos llevaban una talla de ropa más grande de la que les correspondía. Marcos ignoraba de dónde John las había sacado, no obstante la sensación de llevar prendas secas no tenía precio. Con sus vaqueros y sudaderas holgadas asemejaban a dos raperos. Marcos se cruzó de brazos y se sentó lo más atrás que pudo en el asiento, al mismo tiempo que el coche s encaminaba a los gritos de agonía.

En la oscuridad de la noche y debajo de la tímida luz de la luna, el coche avanzaba lentamente hacia la carretera. El paisaje que les rodeaba era árido, con pocas construcciones. Rambo estaba en el asiento de atrás, con su cabeza pegada a la ventanilla. Aún no podían ver a los infectados, pero el sonido que provocaban al mecer la alambrada y proferir sus gemidos eran como una gran flecha en el mapa que indicaba "Aquí". John procuraba conducir lo más lento que le fuese posible, miraba de izquierda a derecha constantemente y murmuraba para sí mismo.

-¿Qué haces? -indagó Marcos.

-Estudio la carretera -Marcos le miró confundido.

-Cuando tenga que volver no podré tomarme el tiempo -dijo John con sus ojos clavados en un coche completamente calcinado a su izquierda-. Luego habrá que conducir más rápido.

El coche continuó serpenteando por la carretera durante unos cinco minutos, los cuales se hicieron eternos para Marcos. Al alcanzar una distancia segura, ya con las luces y el motor apagados, contemplaron el comienzo de la hilera de la muerte. Los zombies aún no se habían percatado de su presencia. El primer infectado debía estar a unos 150 metros. Estaban pegados a sus asientos, contemplando, estimando, calculando… Rambo observaba con sus orejas paradas. Nadie movía un músculo; el coche parecía una pintura en el Museo del Prado. Pero la escena artística fue interrumpida cuando Rambo vio como uno de los infectados se caía al suelo y era aplastado por el que venía detrás. Los ladridos despegaron a los hombres de sus asientos y sus ojos se abrieron incrédulos.

-¡Ahora! -vociferó Marcos y ató la improvisada soga al cuello de Rambo.

Los dedos pulgares e índice de John se posaron dubitativos en la llave; el sonido fue similar a una explosión e instintivamente, el inglés se llevó una mano al pecho. Cuando encendió las luces Marcos estaba sosteniendo a un Rambo rabioso que ladraba con medio cuerpo fuera del coche. El haz de luz artificial inundó la carretera y cientos de ojos vacuos miraron en su dirección. Los gemidos se volvieron ensordecedores y  la alambrada dejó de moverse de a poco. Ambos hombres sentían las vibraciones de sus pisadas en el suelo del coche a medida que se acercaban.

Dándose cuenta de que ni aun la luz larga cubría a la totalidad de infectados, John comenzó a tocar el claxon con saña.

-Ya están cerca -acotó Marcos.

-Lo sé -dijo y contuvo la respiración por unos segundos-. ¡Hala, vámonos!

Con cada salto que Rambo daba, la soga raspaba y quemaba las manos de su amo. Fue cuando el coche giró en U que Marcos se echó para atrás involuntariamente, soltando por unos segundos la soga; Rambo no necesitó más para saltar por la ventanilla.

-¡John, detén el coche! -el inglés le miró despavorido y negó con la cabeza.

Al mismo tiempo, Rambo se acercaba cada vez más a la horda de infectados; ladrando, gruñendo, saltando en el lugar. Un muerto –apenas un niño a la hora de morir- fue el primero en llegar al perro, preparándose para el festín.

-¡Para el puto coche! -exclamó nuevamente, mientras John hacía caso omiso.

Marcos echó un vistazo en el espejo retrovisor y pudo ver a Rambo esquivando a un muerto que ahora se estrellaba contra el suelo. Sin perder un segundo, estiró su mano izquierda, giró la llave del coche en el switch de ignición y la arrancó. El vehículo dio una pequeña sacudida y se paró en seco.

-¿What? -comenzó John, pero Marcos ya se había bajado del coche, llaves en mano.