Después de toda la mierda
que he tenido que sobrevivir en los últimos meses, aquel momento a orillas del
Manzanares fue lo más hermoso que he vivido durante un largo tiempo.
-Eres hermosa -le dije en
voz baja.
Ella se rio tímidamente
mientras acariciaba mi pecho.
-¿Cómo se llamaba tu pareja?
-Claudio -dijo y pude sentir
como el nombre tensaba cada músculo de su cuerpo-. Prefiero no hablar de él
ahora; disfrutemos de esto.
Le di un beso en la frente y
cuando me disponía, ingenuamente, a cerrar los ojos, les escuché. Por la
expresión de Cristina, supe que ella también les había oído.
-Mierda -exclamé-, parecen
ser unos cuantos.
-Rápido, llenemos las
garrafas con agua lo más pronto que podamos y vayámonos de aquí -dijo
poniéndose de pie-. ¡Todo esto es tu culpa!
-¿Mi culpa? Si mal no
recuerdo, no era yo quien gritaba como una hiena.
Por un instante me pareció
ver en su cara algo similar a una sonrisa, pero luego continuó sumergiendo la
garrafa en el río afanosamente. Yo hacia otro tanto; mi pulso podría haber sido
el de hombre de ochenta años. Cada vez estaban más cerca. Esa brisa que bañaba
el recorrido del río, actuaba de transporte para los gritos agonizantes de los
muertos.
-Ya tengo mis dos garrafas,
Marcos. Salgamos de aquí, por el amor de dios. Les oigo…
-Sólo me falta llenar ésta
-grite ofuscado-. Que, ¿qué pasa ahora?
-Allí están -dijo horrorizada-.
Dios, son… incontables, ¿de dónde han salido?
-Ya está -exclamé tapando mi
segunda garrafa-. No son los que estaban a nuestra izquierda cuando vinimos, de
eso estoy seguro. Estos cabrones vienen del lado contrario. ¡Vamos!
El peso de las garrafas nos ralentizaba
el paso. A nuestra mano izquierda teníamos una horda de muertos vivientes que
cubría el horizonte. Por suerte, por delante el camino estaba despejado. Pero
los hijos de puta avanzaban rápido… muy rápido. Nuestros pasos enviaban
centenares de pequeñas rocas a volar, mientras que nuestro sudor caía como lluvia
en la tierra.
-¡Más rápido! -insté a
Cristina.
-¡Joder, voy lo más rápido
que puedo! -me respondió una voz sin aliento.
Las garrafas se movían en
nuestras manos como péndulos y nuestros miembros agobiados nos hacían parecer marionetas
al correr. Después de lo que podría haber sido una eternidad, llegamos a la
autopista y la mandíbula se me cayó por completo; el camino adelante no estaba
despejado. Los infectados que habíamos visto atrás eran los últimos de la procesión…
los primeros estaban delante de nosotros. Y, apenas nos vieron, comenzaron su
carrera caníbal.
-¡Tira las putas garrafas!
-dije y solté las mías.
-¿Estás loco…
-Que te deshagas de ellas,
joder -exclamé sintiendo la adrenalina en mi cuerpo.
Cristina las dejó caer y el sonido que emitieron al impactar con el suelo hizo que saliera disparado.
-¡Sígueme!
No quedaba otra alternativa,
tendríamos que desviarnos un poco e ir hacia el norte; donde había divisado
antes a algunos de ellos. Saltar la única sección libre de la alambrada, rogar
que ésta les contuviera y correr como demonios hacia la urbanización. Si no lo
conseguíamos, íbamos a quedar atrapados entre los dos grupos de infectados, y
éstos se comerían el “sándwich” más delicioso de sus putrefactas vidas.
Ya sin las garrafas,
nuestros movimientos eran más ágiles. No obstante, el cansancio se había
apoderado de nuestros cuerpos y ellos… ellos aparentaban volar. Sus pisadas en
el asfalto, eran como martillos en mis oídos. Al llegar a la valla divisoria de
hormigón, deberíamos llevarle una ventaja de unos 100 metros. Salté la primera
y, cuando me disponía a saltar la segunda, escuché al cuerpo de Cristina
impactar contra el suelo. Cuando giré, ya estaba de rodillas.
-¡Vamos!
-No puedo más -apenas podía hablar.
Los muertos empezaban a
chocar sus cuerpos contra los coches esparcidos por la carretera; cada golpe
asemejaba un trueno. Cada golpe parecía decir “¡corre!”.
-¿Quieres morir? -grité.
-No.
-Entonces -comencé, mientras
la agarraba por los hombros y la forzaba a reincorporarse-, salgamos de aquí.
No pienso dejarte atrás.
Con mi ayuda, saltó la
segunda valla. Ya sólo nos quedaba atravesar una sección de la carretera y la
alambrada. Pero, para mi sorpresa, cuando miré a mi izquierda pude distinguir
las facciones de nuestros perseguidores; un infectado de aspecto claramente
africano iba a la cabeza. Su especie de túnica hondeaba al ritmo de su carrera
y su boca ya parecía degustar nuestra carne. Sus ojos blancuzcos estaban fijos
en nuestras figuras.
Continuamos nuestra carrera
en diagonal hacia la alambrada y, cuando estábamos a unos 50 metros, el otro
grupo se percató de nuestra suculenta presencia. Ahora, nos encerraban por
ambos lados. Nuestra única esperanza era llegar antes que ellos a la alambrada.
Los gemidos que emitían podrían haber superado a los de cualquier campo de
fútbol. Recuerdo que cada músculo de mi cuerpo estaba extenuado pero, sin
embargo, no cesaban de contraerse, extenderse, contraerse, extenderse…
40 metros: puedo ver sus
horribles rostros, tanto a izquierda como a derecha. 30 metros: el africano
viene como un misil hacia Cristina. 20 metros: le digo a Cristina que siga
corriendo y no mire atrás. 10 metros: veo a Cristina subir la alambrada. Me
paro en seco y espero al africano, que ya casi estaba sobre mí. Extiende sus
manos y abre aun más su boca enseñándome unos dientes negros, tintados con
sangre seca. Le espero. En el último instante me agacho. Cuando está sobre mí,
me vuelvo a poner de pie. El africano sale volando por los aires; retomo la
carrera.
-¡Marcos! -creo oír a
Cristina gritar.
Salto hacia a la alambrada
con sus alientos en mi espalda. Comienzo a trepar, uno de ellos me agarra el pie.
El cabrón tira con fuerza. Siento un aire caliente en mi pantorrilla, al mismo
tiempo que la alambrada comienza a moverse; los muertos ya están aquí. Sacudo
el pie con fuerza y siento un pinchazo en mi gemelo derecho. La zapatilla me es
arrebatada y, con las fuerzas que me quedan, doy un último salto. Caigo del
otro lado y la hierba amortigua mi caída aparatosa. Por un segundo me quedo
observando a cientos de caras, todas y cada una de ellas fijadas en mí, gimiendo,
gruñendo, protestando por no poder tenerme.
Cristina me ayuda a ponerme
de pie y, rengueando, reanudamos la carrera hacia la urbanización cuando creo oír
como la alambrada comienza a ceder.